lunes, 23 de noviembre de 2009

La huida

Pensaba en una fuga, una de esas que, de vez en cuando, veía en la pantalla del cine que cerró ayer. Sí, el ecran era tremendo, los actores, los paisajes y las voces tan naturales, como si fueran materia viviente, como ser uno parte del enredo fílmico, como estar saliendo y entrando todo el tiempo de allí. Pero el cine había quebrado, y Maribel le dijo no, lo insultó, lo odió por un largo instante y él evitó la bofetada con un hábil paso atrás, demasiado oportuno. Esquivó la agresión femenina, simbolizada en una larga y delgada mano sin anillos, pero no impidió la huida; no pudo hacerlo. Y las inquietas caderas, las veloces piernas, el agradable cuerpo se fueron alejando, corriendo, y doblaron la esquina de una calle intransitable. Y no habían vuelto a aparecer.
Pero eso era el pasado. Hoy, Maribel le dijo hola en la panadería. Comenzaremos largos trayectos, se imaginó él. No hubo guiños, sí enternecedoras caricias de manos y muchas sonrisas, repeticiones de multiplicadas películas multifamiliares. Sí, brillantes dientes blancos eran la expresión más ardiente de su alegría. Bueno, una de sus expresiones. Cuando recibió los doce panes en la bolsa de tela blanca le dijo que lo esperaba afuera. Contaban que el cine cerró por razones económicas. Siempre hablan de razones económicas, nunca entendemos qué es eso ‑pensó él, que tanto había aprendido a aborrecer las matemáticas‑ pero tenemos que soportarlo. Al cinema iba gente todos los días; iban los infantes a coleccionar visual y luego mentalmente sus fantasías; iban las nacientes parejas de enamorados, más barato que ir al bar o a la disco, mira; iban los grupos incansables de amigos, las chicas de coloridas faldas largas, los nostálgicos abuelos‑ancianos -los aún no decrépitos, a la espera de una ilusión siempre incolora. A pesar de ello, al fin y al cabo, el cine había cerrado y quizá habría que esperar como en esa película que la dieron justo allí ‑en cinemascope, con olor y sanguches cortesía de la casa o de la sala o de la empresa, en todo caso‑ cuando rescataban un barco hundido. Muchos pensaron ojalá y uno recordó una palabra: vídeo.
Estaba radiante, imitando el inmenso sol estival de cada mañana; sus cabellos, con el leve viento, se movían sin parar, y él salió, abandonando la hilera de la clientela y Maribel: en verdad, nada ocurre. ¿Lo creerían los dos? Nuevamente, por la noche, un títere abriría los labios y por sus ocultas palabras ‑porque trataría de ser un oráculo‑ nos enteraríamos de nuevos desvíos en la eterna conducción del país o sabríamos aferrar nuestras manos dentro de los bolsillos si es que aún conservábamos esa llamada identidad.
Caminaron, tomados de la mano, por el Parque Municipal. Era sábado y la noche se llenaría de fiestas en bares, discotecas y hasta en los burdeles que comenzaban a proliferar y que, cuando llegaba la policía, decían tener licencia. Aunque nunca la tenían, la verdad. Porque una mujer para cada guardia era suficiente. Suficiente para callarle la boca y alimentar su cuerpo. Porque, hijos míos, todos pecamos alguna vez en la vida, decía el Reverendo en sus homilías dominicales por la mañana, cuando medio pueblo iba a confesar y a escucharlo en esa enorme y hermosa pieza arquitectónica que era la catedral. Una mastodóntica obra de los pobres que creen, según mi tio. O de los que fingen creer, tío.
Hablaron de amor ‑de qué otra cosa (¡diablos!) podemos hablar cuando estamos entre los dieciséis y los veintidós, me dijo un ahora olvidado amigo recitando versos inexistentes que él atribuía a Rimbaud‑ y de matrimonio. Maribel reía, nunca cesaba de reír. Y sus bofetadas eran estupendas. Y llegaría a ser una notable ama de casa. Y los dos serían universitarios, noche de graduación, toga, birrete, diplomas de honor, padres, hermanos, abuelos, todos aplaudiendo, hasta en el cementerio habría jolgorio. También música, rock y alcohol, por supuesto. Y la promesa de respetarse y un sacerdote, que no sería el Reverendo, les preguntaría y ellos -que después saborearían la comunión- responden sí, simulando que no hay otra alternativa. Tendría que ser un largo vestido blanco con un enigmático velo. Y la luna de miel y los sentimientos encontrados, y la abuela cargando al nieto, y lo mismo con los hijos y así hasta que todo se acabe. Al final le llamamos Apocalipsis, y el obispo fue aclamado. Para entonces, ya decían que las películas tenían muchos “flashbacks” y nadie en el pueblo podía verlos porque ya no había dónde.
Ah, la fuga, se lo diría hora. Desde la plaza se escuchaba aproximarse a los autos, llegando, veloces, de los pueblos vecinos, abandonado la carretera y ferozmente ansiosos de pasar el fin de semana en el distrito, desfilar por las calles y provocar escándalos, tocar ensordecedoramente sus bocinas, encender por las noches sus hirientes faros, acompañar a sus conductores y ocupantes en el reestreno de sus libretos.
El lo organizaría todo. No, esto solo resulta en las películas, pensó Maribel, y se lo dijo. Pero su mente de aventurero - pirata ‑ corsario no reparaba en obstáculos y creía que no iba a tenerlos. La lancha estará en el puerto a medianoche. Iremos a la isla, ya verás  ¿Y después de la isla?, Maribel pensaba en los consejos de su madre, en lo realmente posible. Se acercaban las horas para el discurso del títere, un mensaje de emergencia. Maribel cruzó la entrada de su casa. Su padre, joven y calvo, se puso los anteojos, le recibió la bolsa de pan y la abrazó con cariño de abuelo. Y Maribel solo quería descansar un poquito, soñar con Alicia en el País de las Maravillas o recordar esos libros que le dijeron ‑cuando era pequeña y ya sabía leer‑ eran prohibidos. Cuentos de terror de Poe, novelas de Chandler, de Dumas, eso sí estaba a su alcance. Con el tiempo leyó y se deleitó con todo, y sabía que lo de prohibido era una tonta -tontísima, mamá‑ etiqueta. Este mundo está lleno de etiquetas, pensó, mientras sus ojos se cerraban y comenzaba a soñar con las arrugas que surcarían su frente en la época que su madre solía llamar decadencia.
Según la costumbre, los autos creían ser personas y sus bocinas eran la voz de sus propietarios. Alucinógenos, drogas, hierbas, los parques y las plazas se llenaban de peligrosas y temerarias pandillas que, nunca como ahora más equivocadas, insultaban e impedían pasear libremente a los ciudadanos. Sonó el teléfono y él, con la voz enronquecida por los tranquilizantes (eso no decía en la receta, recordó), le preguntaba, inquieto, si se había animado. Eso era lo de menos. Dubitativa, Maribel intentó colgar el fono ‑su madre la miraba‑ y rogó que sus murmullos se tradujesen al otro lado de la línea: a las ocho, dijo. Es una fiesta, mamá. En su cuarto comenzó la transformación. Sí, sería Alicia pero faltaba encontrar el País de las Maravillas.
En el puerto, él preparaba la huida cinematográfica y, mientras, en reducidas pantallas de contadas pulgadas un curioso presidente que, para no causar sospechas, insistía en llamarse Jefe de la Nación o Primer Mandatario -que es lo mismo o no es nada- invitaba a la guerra con un país vecino en pos de recuperar terrenos que jamás fueron nuestros, para ser francos. El motor de la lancha arrancó; en la agonía de un sábado, una gastada canasta fue lo primero que se divisó en esa parte del oscuro muelle donde ya él y su sudorosa, nerviosa frente creían perdidos su tiempo y su amor.
Jamás había conducido una lancha pero sí desde su butaca había visto reposar a las amadas apoyando la cabeza ‑la dulce, grácil, espléndida cabellera‑ en el hombro del grumete o del capitán. Sí, no tenía una brújula, de verdad no sabía nada. Uy, mis cosas. Unas cuantas prendas, un diario, algunas latas de comida, de esas que en sus pocos años de vida aún no sabía abrir. Y de recuerdo, una sentida carta a los padres con sabor a perdón. La sentiría dormir, pasarían todo el tiempo juntos, haciendo el amor, desnudos, tibios. Jane Russell, la voluptuosa - perturbadora morena- y Robert Mitchum en Macao, esa la vieron la noche del estreno, cuando dejaron de lado los caramelos, cuando él decía a sus compañeros, al día siguiente: pregunten, pregunten. No habría tempestad ni emoción en altamar. No podían quedar a la deriva. Decir que el beso fue ardiente sería un lugar demasiado común. Pero ellos confiesan ‑se confesaron mutuamente‑ que fue así, que sintieron calor y pasión y se les dio por quitarse la ropa ferozmente y hacer su propia película, sin cámaras pero con actores y escenas reales. Escenas crudas y reales: el choque de la lancha y el desembarco apurado en una isla que no era la pensada, una tierra inimaginable.
Nada de provisiones al tercer día, la obsesiva mirada de los cuerpos, la esperanza de un auxilio, de encontrar frutos, así fuesen prohibidos, recuerdas Maribel: son solo etiquetas. Yo sí leí la Biblia, dice Maribel. El Edén y el Apocalipsis juntos y el Reverendo rascándose la panza, los autos foráneos regresando a su hábitat. El cine lo reabrirían el próximo año, el Primer Mandatario (qué risible puede sonar para un anarquista), reincidente como él solo, solito, promete resolver mañana el litigio de límites, su último invento. Pero no, no seamos trágicos ‑no hay por qué serlo‑, aún deben estar, Maribel y su pareja, deambulando por allí, unidos o desunidos carnalmente, a ver si algo encuentran, aprendiendo a recobrar esperanzas o a sollozar en las turbulentas noches. Eso sí, bien agarraditos de la mano y adorando a una sonriente luna, aquella que gusta aparecer muy de vez en cuando. Entonces, la gente se levanta de sus butacas, apresurada, como roedores perseguidos, y se despreocupa del “cast”, de los créditos de cola. Lástima por ellos, y también por mí, obligado a retornar mañana o quizá esta misma noche a esta butaca mal tapizada porque quiero volver a ver esta película que me ha gustado sobremanera y escribir algo interesante, sobre todo ahora que me vienen mis crisis de inspiración. A la salida, estoy seguro, no hallaré a nadie conocido, ningún amigo, ni colega ni a una chica que, lejanamente siquiera, se parezca a Maribel. Felizmente, me digo, y sé que miento.
13‑08‑87
14‑10‑95

martes, 10 de noviembre de 2009

Karine



Comencé a mirarla de a pocos. Tenía dificultades para hacerlo. Estaba bajo la sombra de un árbol en el Parque Mayor, a pocos metros de una banca, con las manos en los bolsillos, un cigarro pendiente en la boca y el constante martilleo cerebral que intranquiliza. Mis manos temblaban. No había nada que causara terror y no hacía frío. Debía estar loco, nervioso.

La muchacha cruzó la pista, desde Diagonal hacia el Parque con sus zapatos minúsculos que daban a entender unos pies pequeños, piececillos, blancos quizá como el resto del cuerpo, como esos brazos desnudos que dejaba al aire libre. El invierno llegaba a su fin. La primavera preludiaba el verano, las playas, las pieles parecidas a las tostadas de una tostadora eléctrica, los helados, el mar enojándose y en acción, los cimbreantes cuerpos femeninos cubiertos con diminutos trapos.

Me animé a encender el cigarro. Mis pensamientos se desdoblaban. A un lado, la chica con pantalones y los brazos descubiertos. Al otro, el mar azul solitario como debería estar en ese momento.

Salía de una academia. Se preparaba para la universidad. Era una academia solo para mujeres, como el centro superior al que postularía. Quería averiguar su nombre. La esperaba a la intemperie cada tarde desde un mes que no recuerdo. Siempre bajo el mismo árbol, casi siempre con mi chaqueta beige, casi, casi siempre fumando o masticando caramelos de limón para quitarme la ansiedad.

Seguía viniendo hacia donde yo estaba como todos los días. De su hombro colgaba un bolso. Dentro de él estarían los cuadernos, los apuntes. En sus dedos, algunas sortijas. Sus cejas eran pequeñas, como sus pies, y delgadas. Quizá depiladas. La hacían bella, a ella, a su rostro. Sus ojos brillantes, tan notorios a lo lejos.

Tenía problemas en la universidad. Algunos cursos desaprobados, algunos profesores exigentes. Discusiones políticas. Mi departamento no quedaba lejos del árbol, del parque. Unos 300 metros, un poco más de una cuadra. Allí estaban mis libros y revistas, mi guitarra, mi navaja y las fuentes personales de inspiración.

Pasó sin mirarme. Esta vez me había ilusionado. Creía que por ser mi cumpleaños ella advertiría mi presencia, me miraría fijamente, me diría hola, aceptaría mis invitaciones. Cenaríamos juntos, nos acostaríamos. Al día siguiente estaría sonriente, feliz, alegre. Mi cerebro seguiría desdoblándose, como buscando solución a tal tragedia.

Mi hogar estaba en todo sitio. En el restaurante de la esquina, en el bar de Ocoña, en la pizzería de Larco, en la playa, entre las arenas frías o al sur con las dunas y médanos y los espejismos llamativos del desierto inmenso. Mis padres vivían en otro mundo. Cuando me escribían hablaban de dinero y de consumo. Me hacían vivir económicamente bien. Querían un profesional que dictase charlas, supiese hablar y saliera a cada rato en los periódicos, en la televisión, en las revistas caras y coloridas que ellos solían comprar en cualquier parte del planeta.

Se fue alejando por una de las vías del Parque. Atinó a voltear cuando pasaba al lado de la pileta. Su cabello castaño, reunido y templado en un moño, todavía se notaba en el anochecer cuando el sol caía y la oscuridad implanta su dominio de medio día. La luces encendidas, los vendedores de joyas ofrecían su mercancía a precios cómodos.

Volteó y se fijó en mí. No sé si miró mi rostro o mi cuerpo, a cuál primero, a cuál después. Parecía recordar algo. Yo ya pensaba en un hola, en un quién eres. Otra vez dio media vuelta y siguió andando. Mi corazón, un órgano maldito, no pudo recuperar en mucho tiempo su lugar. Todo el rato estuvo tratando de salir, golpeando, llamando con insistencia.

Era viernes. De noche. Las siete. Porta estaba a un paso. Ella caminaba por allí. Me miró. Quería que me siguiese mirando. Por algo se empezaba. Corría. No veía ni gente ni carros. Tropezaba. Luego un galope, un salto, casi un choque. El pinbol, repleto, sintiendo el humo de cigarrillo, olores y bulla insoportables. Casi no lo sentí. Corría más. Volteé por una transversal. Aún no la veía.

Me alejaba del Parque y de mi departamento. La grabadora del teléfono estaría recargadísima, impaciente. Una figura se detuvo frente a mí. Ahora más tiempo. Ahora despacio. A unos cuantos pasos. Caminaba más rápido y de seguro la alcanzaba. Pero no lo hice. Preferí mantenerme detrás, sigilosamente, calculando sus formas, sus hombros poco exhuberantes, su espalda cubierta, como todo su tronco, por una blusa celeste. El pantalón era un jean, un jean verde, verde claro. Me imaginaba sus piernas. Serían coquetas. Qué iba a saber. Sus talones eran el motor. La ayudaban a desplazarse con facilidad, sin apuro. Llegó hasta Larco.
Un auto nos separó. Ella cruzó al frente, un auto pasó, después yo. Le gustaría la música, el rock, ¿Los Beatles? Le hablaría de sintetizadores. De Kafka. De filosofía. No pensaba mencionar a Kierkegaard, me mataría. Sus ojos, su rostro, ah sus pechos. Se aturdía mi pensamiento. Casi se va otra vez.

En la feria nocturna compró dos aros y una esclava. Siguió dando vueltas. Más tarde abordó un colectivo, yo la seguí en un taxi. Se detuvo en su casa. La radio anunciaba buen clima para el próximo día. Nadie debía estar en su hogar. Tocaba el timbre y no contestaban. Sacó una llave del bolso. Entró. Luego yo. La noche era alegre. Hacía calor. El frío, el invierno, pertenecían al pasado. La cama era tibia. Las sábanas claras y los edredones floreados nos daban un ambiente ideal. Su cuerpo era tal cual lo imaginé y aún mejor. Los tragos terminaron por marearme. El rock era pesado y ella apacible. Durmió sin camisón, como queriendo revelarme todos sus secretos. Mis zapatillas y el resto de mis prendas caían al piso, de la cama. El gas seguiría esfumándose en mi departamento. Quién llamaría. Los padres bailarían en una fiesta, de repente. Le hablé de un próximo libro. Me callaba con sonrisas, con carcajadas comprensibles. Su nombre era un misterio, ella ya no tanto. Las almohadas, algo duras. Los experimentos freudianos en pleno. Líbido, Eros, Tánatos, juntos, mezclados. Un poema. Un naufragio. El tren estrellándose. El avión sin pasajeros. Ella, la innombrable mujer de los brazos desnudos y blancos, se destapaba dejándome conocerla. Ambos habíamos aprendido.

Las estrellas se veían, claras y lejanas, desde el balcón. No eran pocas. Estaban separadas. Pero igual alumbraban. Una luna blanquísima, completa, entera, también se hacía presente. Nadie quería faltar a la fiesta.

La madrugada fue calurosa. Amanecí en el sillón del departamento con las piernas desparramadas, semidesnudo, feliz porque el sueño no era verdad. Fue una pesadilla. Dinosaurios, el fin del mundo, marcianos, algo así. Los vecinos continuaban en una de sus comunes peleas. Se escuchaban gritos y floreros rompiéndose.

Miré, descorriendo la cortina un poco, por la ventana. El edificio era alto. Abajo la gente, afanosa, se desesperaba de un lado a otro.

Volvieron a ser las seis. Un día más desde hace meses. Otra vez bajo el árbol. Ahora con pantalón nuevo. Con los mismos zapatos tercos, con los cordones largos, la chaqueta beige. Salió de la academia, sonriente, subió a un auto. Ella lo conducía. Llegó a su casa. Hasta allí llegué. Le hablé, le dije cómo me llamaba. Sus ¿y qué? eran demoledores. No podía ser más bella. El calor del momento acercaba el verano, a los helados, al mar y sus olas fortísimas estrellándose en las piedritas negras.

No me conocía. Pudo haber amado a muchos. Trayendo cada noche a uno diferente. Sí, sus padres nunca estaban en casa. Claro, no los tenía. La casa era alquilada. La radio, las almohadas, los edredones, un ambiente ideal. Ella, esbelta y liberada, recostándose sobre uno, riéndose de lo que escuchaba, olvidándose a las pocas horas.

Creía que era el primero y fui el último. Se mudaba ese día. Cuántos habrían sido. No llegaban a la centena. Pero ya eran bastantes. Cuánto tiempo ¿desperdiciado? ¿perdido?, qué había hecho mal. Por qué era un prejuiciado, por qué no insistir, por qué no seguir amándola.

Entré a su casa y escuché sonidos agradables, acompasados. Era el rock de una radio. Un gato me lamía los zapatos. Ahora me olvidaba, ahora en su casa debería hablar por teléfono, concertando alguna cita. Por eso no me dijo su nombre, claro. De veras era una profesional o solo una viciosa.

Ella quedaba en mi memoria. Como tantas. Como tantas a las que seguía, sigo, cada día. Le digo cuál es tu nombre, busco un pretexto. Yo sí pasaba el centenar. Esos “latin lovers” del cine me dieron la idea. Andaban siempre buscando damas complacientes. Yo las quería difíciles, para poder complacerlas más. Eran rubias por lo general, a veces morenas. Con vestidos de fiesta, a veces en ropa sport. En la playa nunca fallaba. Mi aspecto era terrible esa noche. En esa casa. Primera vez con esa joven, con alguien menor de veinte años, con los brazos blancos. Tenía tanto miedo y ella lo había hecho tanto como yo. Dos expertos juntos creyendo estar frente a un primerizo. Y eran tan expertos.

Descubrí su nombre. Estaba el otro día en el archivo de la municipalidad. Había partidas de nacimiento y allí hallé la suya. Su foto. La misma cara, el cabello, el rostro hermoso, casi inhumano. Un expediente pequeño, delgado misterioso, sugerente.
Karine... algo más, que no importa.

La arena quemaba. El sol era intenso. Tan lejos de la ciudad. En pleno desierto. Con el jeep sin gasolina. Esperando encontrar ayuda. Caminando tres kilómetros sin decir palabra. Una galonera de agua, la única compañía. ¿Y el mar? A dónde se había ido.

Recordaba la televisión. Las escenas de amor. Los ósculos interminables. Arreciaba el calor. Percibía el olor del mar. Aún estaba lejos. Encontraría auxilio en la playa. Era mi esperanza.
Una mujer descansaba en la solitaria playa. Echada, bronceándose, en la arena. Muy blanca para quemarse. Yo reconocía esas curvas, esas piernas, antes las vi de cerca. Claro. Eureka. Una idea en la mente. La espalda era la misma, los brazos no tan blancos, esta vez sonrosados.
Grité Karine. Un rostro que me mira. Recuerdo Larco, el Parque Mayor, Diagonal, el balcón desde donde se ven las estrellas desiguales, la cama. El cerebro no se desdobla más. Está calmado, tranquilo. Dos cuerpos remojándose, dos amantes en comunión, en la experiencia inmortal, reuniendo sus vivencias, sintiendo placer.

Llega el sol a su fin, por hoy. La arena está caliente aún, el mar gruñe, molesto, muy fuerte, las olas indetenibles. Estamos juntos y nos hablamos. Sí sabemos nuestros nombres. Así es mejor. Debía ser una isla. Con su fauna. Su flora. Sus estaciones. Tan desnuda y provocativa como en la primera ocasión, como la luna con su sabiduría. Puedo tocarla y sentirla. Cosquillas. Más carcajadas. Universidad y locura. Academias. Esperas bajo un árbol. Amadas y amados por doquier. Dos seres. Hay fin para esto, quizá algún día... Karine te hablaré, me atreveré... sí…

viernes, 2 de octubre de 2009

Kristen

KRISTEN

Llegar a esa ciudad soñada, anhelada, casi le había costado la vida. Dos meses antes se había imaginado viajando en un tren, entre nubes y tormentas, a un lugar que le decían era el paraíso. Sí, se trataba de esas ensoñaciones que seguían al almuerzo, al a veces frondoso y opíparo almuerzo, sobre todo aquel de los martes y jueves.

Pero, y por fin, estaba aquí. De la mano de una chica -delgada, con los dedos cuidadosamente asistidos por una esteta-, atravesó el Palacio de Las Artes e inició el recorrido por la galería. Allí estaban las pinturas más famosas que su madre -oh, sí, su madre- le había enseñado a amar y admirar. Y en eso estaba. Y a su lado, enlazado a él, Kristen. Caminaban juntos, él desconcertado, ido, ella más terrenal y acostumbrada.

Kristen llevaba pendientes. El la miraba, le guiñaba y sonreía. Ella le recordaba a Dorothy Lamour pero también a Maureen O´hara, aunque no era pelirroja. Pero si de ánimo y alegría se trataba, en realidad ella era como Audrey, sobre todo la de Roman Holiday. Y Kristen, como aquella princesa hepburiana, también quería vivir. Libre, inconsecuente, y hasta el fin.

Entonces, siguieron recorriendo la galería. Ella le dijo que no lograba memorizar poemas. El, en aquel momento, solo recordaba algunos de Neruda, de Octavio Paz y quizá uno de Cavafis. Ella lo tomó del brazo con más fuerza. Se detuvieron en Chagall. Absortos, contemplaron ese sugerente paso a la modernidad. Ya iba a anochecer. Después del recorrido, como en las películas de Hollywood, irían a cenar.

Pero él, a pesar de tanta alegría y de tanto desarrollo industrial, se sentía raro. ¿Era, quizá, porque le llevaba quince años a Kristen? Le dijo que le esperase un momento, que iba a refrescarse la cara. Entonces, como en un intento de fuga, pasó uno, dos corredores y leyó: Caballeros. Se miró al espejo, se secó la frente con su pañuelo a cuadros. ¿Qué estaba pensando ahora? No, ya no estaba en su antigua ciudad, ahora vivía en la urbe añorada. Atrás habían quedado las citas sin confirmar y los plantones, incluso las seudohumillaciones.

La consagración de la primavera, pensó. Eric Clapton vino a su mente. Le contaré de “Layla”, se dijo. Y, entonces, ella le escuchaba atentamente, le sonreía con sus dientes blanquísimos, grandes y ordenados. El seguía observando sus pendientes. También se fijó en un aro tropical, en la muñeca de ella. Sí, pero no me atrae tanto Clapton, le dijo Kristen. Tampoco te gustaban las novelas realistas, Kristen, porque reproducen los problemas de la vida diaria. Entonces, supongo que odias a Marx, supuso haberle dicho.

Cenaron. No había un malecón cerca, como en la ciudad donde vivió por treinta años, pero sí altos edificios y calles ordenadas, concéntricas. Ella apoyó su cabeza en su hombro. El recordó a Sinatra. Y de paso a Monty Clift, a John Wayne y quizá hasta a Fred Mac Murray en las capitales escenas de Double Indemnity.

Siguieron caminando. El viento los golpeaba. Llegarían a su casa, ella le diría gracias, buenas noches, le prepararía un café, harían el amor, sería elástica como una muñeca de goma y pensativa como la filósofa del arte en que imaginaba convertirse un día.

Apagaron las luces. Ella se desnudó. El la miró en la oscuridad. Kristen le quitó la corbata, le sacó la camisa, le acarició la piel. Un murmullo, que en verdad era un bramido del mar, y de la naturaleza, llegó a su oído. Kristen era tan distinta. A todo y a todos. El imaginó, como en los almuerzos de martes y jueves, parajes insólitos, viajes divinos. Kristen seguía murmurándole. El sentía una suavidad extrema. Suavidad. Felicidad. Mientras la besaba, recorría elevadores sin detenerse en ningún piso. Pensó mucho, hasta agotarse y dormirse, sin advertir siquiera, de tanta felicidad y entusiasmo, que Kristen también se había quedado dormida sobre su pecho, con sus pendientes, y aquel cabello corto y rectilíneo.

Una horas después, el viento volvió a azotar la ciudad. En el departamento de Kristen se hizo la luz. Ducharse sería lo indicado pero ambos prefirieron continuar descansando. ¿A dónde los llevaría esta aventura? El no juzgaba, solo gozaba y se contentaba. Se felicitaba de ser otro, de haber cambiado, de que la ciudad añorada fuese mucho más que un sueño. Finalmente. Kristen le habló al oído, lo llenó de ósculos que, cada uno, parecían hechizos. El seguía pensando en escenas de cientos, miles de películas que había visto durante su vida.

Recordó sus operaciones de seudocronista cinematográfico y luego las más formales de crítico fílmico. Se sentía bien. Aspiraba el aroma de Kristen como un elíxir. Desnudos, como en aquella escena uterina de Último Tango en París, hablaron de bandas postpunks y de one wonders hits. Coincidían en casi todo. Acarició la espalda de Kristen. Era plana, larga, un paisaje por descubrir. Tensó su manos. Ella reía, como un personaje femenino de Huxley. Seguirían la aventura.

El evocó el viaje. Cómo llegó a esta añorada ciudad. La imaginó tal cual. Esta mañana seguirían descansando y por la tarde visitarían el Andy Warhol Museum. Mmm, pop art, se volvería loco. Lisérgico, quizá. Nunca te dejaré, Kristen, pensó. Kristen hizo monerías toda la mañana. Y luego salieron a la calle otra vez. Tomarían el bus, caminarían al paradero y reirían, se abrazarían y se besarían toda la ruta. Ah, la ciudad anhelada, ah Kristen, cuando los misterios dejan de serlo. ¿Es más dulce y alegre la realidad que el sueño? Solo él, un ser completamente onírico, dominado por la cinefilia o cinefagia, podría decirlo ahora. Kristen le guiñó un ojo en el autobús. Descendieron. Caminaron bajo la lluvia inmensa. Otra vez Hollywood. Tenían todo el día. Pensó en las películas de los años 70. Sería su love story personal. Y Kristen, aunque no lo decía con palabras, estaba también muy contenta.

Y así continuó otra jornada. No una más. Porque cada día era distinto. Siempre con Kristen, siempre idealizando, pero diferente. Ya no existían límites. Vieron algunas pinturas de Warhol, la portada del álbum de la Velvet Underground, aquella banana amarilla, plena de tosquedad. Kristen dijo basta, quería almorzar. La ciudad de la comida rápida y ligera. El imaginó ya no los almuerzos de martes y jueves, sino a Kristen bañándose en la playa, plena y entera en el mar, recostándose en la arena, provocativa, universal.

Era su sueño. La ciudad. Kristen. Recuerdos que perduran. Ya no era “un día, quizá, sí, me atreveré, te hablaré”. Ahora era más cierto que nunca, Kristen. Única, hermosa, femenina, de carne y hueso. Un sueño, un sueño que merecía un psicoanálisis ¿estival?

Pittsburgh, 28 de enero de 2007

martes, 29 de septiembre de 2009

Chicas divinas

¿Quién se iba a imaginar esto? Una madrugada de mayo de 2009, muchos años después de estar en el borde, tratando de dormir, escuchando Lady in Red. Bemoles tiene la vida, sin duda. Aunque, estilísticamente, tal palabra no le encante a mi madre. ¿Y cómo había llegado yo a esta situación? Quizá no sea tan difícil de contar, de volver un poco al pasado. Quizá sí cueste explicarlo. A la deriva una vez más, o no tanto. En el colegio, en la secundaria, hace 25 años, había una chica alta, enorme, que tenía unas piernas divinas. Entonces eras el adolescente eternamente sexual y cinematográfico. Ideabas escenas gimnásticas, todo enroscado entre las piernas de esa diva que hoy debe pasar los 40 años. Y tú mismo, cuarentón y todo, permaneces en tu laberinto. Has perdido el hilo de Ariadna. Son exactamente las 3 y 26 de la mañana y el sueño ni se asoma. Tus aventuras oníricas, que siempre quieres convertir en urgente e impostergable realidad, llevan, todas, nombres de mujer. Se te da por recordar tus crímenes pasionales, a veces funciones de vermouth en el cine con alguna amiga de la universidad. Realmente no compartías nada con ellas. No era ni ilusión ni esperanza. Era, simplemente, nada. Había una que se llama Ada. Era, como dicen en Perú, blanconcita. O, como dirían mis abuelos, blanquiñosa. Era blanca y pobre. Lo que en un país como el mío puede parecer y sonar como una grave antítesis. Ada tenía la cabeza llena de sueños pero no tenía la menor idea de que esos sueños, un día, se hicieran realidad. Pobrecita, tan limitada la pobre. Me siento como el perverso Henry Miller de Trópico de Capricornio, ultrajando a una anormal. Ni más ni menos.

En cambio, yo sí intenté que mis sueños se cumplieran. De hecho, algunos se hicieron palpable realidad. Otros, siguen esperando. Quizá sólo sea cuestión de tiempo. O de decisión. Como sea, creo honestamente -con esa honestidad que mi virtuosa madre me enseñó a cultivar- que un día todo va a funcionar -seamos cursis- a las mil maravillas. O casi. Pero la ilusión sigue viva. Y mejor es eso a nada. Lo sé, mis detractores me acusan de poco realista y de dejarme llevar por el saludo de alguna de esas artistas de cine que transitan por las calles de Oakland. Qué se le va a hacer. Así es uno, pues. Pero la evolución sigue allí, hay cambio, hay modificaciones, se siente, lo siento. Mi padre, que toda la vida me evalúa, dice que he logrado lo que pocos. No le creo. Sí, cuarentón y todo, sigo estudiando. Y esta es mi apuesta mayor. Quizá a los cincuenta años tenga el deber y el derecho de proclamar mi felicidad para que medio mundo se entere. Incluso esa pesada de Ada, esa blanconcita con visibles señales de estupidez que lo da todo por un sueño pero nada por alcanzarlo. Así de inconsistentes, vagas y planas eran las chicas de la Católica. Tú las mirabas pasar y te gustaban. Pero es el pasado, el absoluto pasado que ya no será más. Es cierto, cometiste errores, pero quién no en esta vida. Además, artista, escritor y fanático de la música y el cine, algún sueño dorado tenías que hacerte en Lima. Como esa vez que viste a esa chica rubia en tanga en Lomas o Cerro Azul -mi memoria es débil a esta hora caduca- y te imaginaste un futuro que terminaría -o empezaría, según se vea- en una estupenda ceremonia carnal.

Pero para qué insistir. Después, otra vez tus puntuales detractores, te acusan de vago e irresponsable. Lo cierto es que sigues en esa línea romanticona que se te pegó, creo, crees, en los 80, cuando ya la música lo era todo en tu vida, cuando grabar y almacenar casetes era una forma de convivencia y lealtad contigo mismo. Eso, y el rohypnol y el lexotan. Eso, básicamente.
Claro que hay otros puntos de partida. No, no volver a los cuentos, que ahora y por fin son transnacionales, sino simplemente a la comprobación de que mientras crees que pierdes el tiempo en verdad ya terminaste de leer 8 libros y de ver 4 películas, entonces, sí, mi amigo, estás en el camino correcto. Pero quieres más. Y quién no. Quieres a Claudia S., ya sé, así no haya cumplido los 21 años y así te salude por necesario e indebido compromiso. Pero la quieres, de todos modos, así muñeca y rubia, así para soñarla, para volver a imaginarla esa noche en tu ciclo de cine, con ese polón rosado, poniendo las deliciosas piernas sobre la butaca de adelante. Imagen perturbadora y necesaria. Cuán necesaria. Un día en la cafetería de la Catedral te invitó a su mesa, almorzaron juntos. Y ya estabas babeando como un idiota, ya esa inmarcesible cabellera rubia se fijaba para siempre, irremplazable, en tu memoria. Entonces hablaba español con acento argentino. Con lo que te gustan Argentina y las argentinas. Toda esa tradición y Claudia S. contándote de sus cursos, de su padre que enseña en la U de Minnessotta, y, tú, como siempre tan soñador, imaginando que vas a la casa de ella y después de sudar un día entero le pides la mano de tu nueva estrella al padre. Quizá no sea un señor tan mayor. Quizá tampoco sea intimidante. Quizá su madre simpatice contigo. Quizá, quizá, quizá. Lo cierto es que Claudia S. es una muñeca -lo es, en serio- y tú le llevas más de 20 años pero eso importa un bledo. No importa. Tu comías pollo y papas fritas y ella tomaba leche y estaba empezando su ensalada. Le preguntaste por qué tomaba leche. Te dio una respuesta vital y científica. Es tan inteligente esta mujer. Los anteojos cuadraditos le quedan perfectos, fijan la geometría celestial de su rostro. Hablaron unas cuantas cosas, esas tonteras de ocasión que se conversan en la universidad, entre clases, en los pasillos, o sí, como entonces, en la cafetería.

Ya sabías que ella almorzaba a las 12.30. Era cuestión de entrar a esa hora a la cafetería, elegir cualquier comida, cualquier bebida, y buscar su mirada, ubicarla, fingir que buscabas sitio, y ella otra vez te ofrecía su mesa. Entonces te dijo que a su madre le gustaba Body Heat. Tú recordaste a una ardiente Kathleen Turner, desnuda y excitada, y le dijiste a tu bella interlocutora que en la peli asesinaban al marido. Otra vez tu gloriosa memoria venía en tu auxilio. Entonces ella sonrió. La dentadura blanca, brillante, un canto a la perfección. Le hablaste de las primeras películas de Almodóvar. Inquieta, prestó atención. Sí, después le escribirías uno, dos, tres emails, después la soñarías, pensarías que esos veinte años de diferencia tenían que desaparecer de alguna forma. ¿Importaba la edad, a todo esto? Diablos, si son sólo 41. Una seductora colega nicaragüense te dijo que pensaba que tenías 30 el día que cumpliste 40. Y no es un juego de palabras. Como sea, esto tendría que continuar, tendrías que buscar más historias invencibles para surtir la gozosa y privilegiada imaginación de Claudia S.. Tarea a la que, sin duda, te entregarías con fruición sobre todo si sabías que ella estaría, siempre puntual, en la cafetería, a esa hora, a esa hora en que la gente va y viene como loca buscando un café o una razón para tomar ese respiro, una forma de querer creer -y otra vez la frase es maternal, digo de mi madre- que no hay apuro, que esta es la burbuja, que a la 5 todo se acaba, para casi todos. Menos para ti, obviamente. Para ti empieza el siguiente turno. Vas a cruzar a la biblioteca y estar allí, por lo menos, hasta la medianoche. Te vas a imaginar, entonces, un mundo sin Claudia S. No te gusta hablar de imposibilidades pero por algunas horas los libros, tus tan necesarios libros, y alguna consulta en el computador van a reemplazar a esta chica amada, soñada.

Pero a todo esto, Claudia no está. Va a volver. Lo sabes. Lo sé. Claudia se fue a Argentina otra vez y después a Panamá. Creo que fue todo el semestre. Vivir sin ella era desesperarse. La muñeca, la ilusión, una forma que hace que toda estética se suplante a sí misma. Y se cuestione. Y pida a gritos un cambio. Pero ella va a volver un día. No supiste más. No más emails. No más consultas por facebook. Solamente esperar. Quizá vuelva a suceder. Porque en Oakland, en el campus, es así: las cosas suceden. No hay que presionar, menos insistir. Esa noche, alguna noche. Ella salió de clase y cruzó la pista y te hizo adiós con la mano. Esa sonrisa tan enternecedora. Pero si tiene más de 20 años menos que tú. ¿De veras piensas resolver este problema? Sí, te gustan las fantasías de Spielberg y las más procaces de Scorsese pero este es un asunto serio y tienes que solucionarlo. Estamos en vacaciones de verano. Claudia S. volverá, es posible, cuando comiencen las clases otra vez. Serás audaz e intuitivo. Otra vez, como los ángeles que se atreven a todo -a casi todo- vas a tener que creer. Primero, creer. El resto como eternamente me decían, me dicen, en Perú, vendrá solo.

Pero esa sólo es una esperanza. En el fondo no hay nada y eres la primera persona, ahora y por fin ya no más incauta, que te das cuenta. Debe haber formas de llenar este vacío. Ah, formas. La estética otra vez, y las ganas, sólo las ganas, de embriagarse con el ignoto sabor de algún whisky. Tener una velada, imaginar, sentir, que Sara T. este fin de semana en el restaurante francés te va a decir, frase por frase, todo lo que tú quieras escuchar. Ah, Sara T., por fin una amiga. Tan necesaria. Tan confesional. Me gusta sentirme protegido, cuidado, venerado. Es parte de mi vanidad. Sara ya conoce cada locura mía y sabe que hay, que vienen más. Y lo acepta. Entonces sus largos brazos blancos, sinceramente largos y extremamente blancos, como una hoja de papel bond, se van a dedicar a esa tarea que no puede esperar más. Quizá ella beba un poco de vino y entonces sus brazos van a rodear tu cuello, y ella va a sonreír a tu lado, va a llevar el juego de palabras para que la velada sea más divertida. Tú le vas a hablar de cine, de música, de tu tesis, de tus cuentos que ella algún día conocerá. Sólo por eso la consideras extraña, sólo porque imaginas que le gustaría leerte. Va a tomar champaña y va a tener un vestido escotado que dejará lucir su nívea espalda, sus cabellos largos y tan ordenados vendrán a buscarte con furia. Y ella morderá tu oído, lamerá tu cuello, tu garganta será un deseo para ella. Sara T. tiene todo muy bien organizado, como si la vida entre nosotros fueran esos cajones de su escritorio. Así va a guiar mi vida. Va a ser mi palpitante corazón, va a ser ese tiempo urgente que en esta tierra de proclamada libertad tanto se valora y tanto falta. Y tanto fastidia.

Porque, para ser francos, si no fuera por el maldito tiempo, por esa opresión extravagante del capitalismo salvaje, Sara se dedicaría toda a mí. No más responsabilidades, no más encargos de oficina. Seríamos nosotros y los pupitres. Mejor dicho, nosotros recostados sobre el pupitre. Amándonos. Desnudos. Sus piernas gloriosas, blancas, largas, serían ese trofeo largamente esperado. Ella sería la coronación de cada deseo tuyo. Esos ojos azules que son las ventanas que te guían te llevarán a un destino genial. Y pensar que todo esto, esta manera de contar tus cosas, comenzó así, digamos, de la manera desenfadada pero sobre todo escéptica de siempre. Ahora son las 4 y 14 y sigues escribiendo, tu mente sigue maquinando posibilidades, estrategias, formas, Ah, sí, formas.

Y será mejor así, pensarlo un poco, no programarlo todo de antemano -ah madre, mira cómo brotan tus frases a la distancia- pero saber que es posible. Que Sara va a llevar una torta y se van a divertir de lo lindo, va a ser la medianoche del domingo, y la fiebre de sábado por la noche va a continuar, ferviente, festiva. Luego serán intercambios de besos, quizá ella se pinte los labios, quizá su español -ese español tan perfecto y perfectible que practicó en Alicante- mute de pronto a un inglés que será una invitación, una más, en medio de la marea nocturna, entonces ya todo será sueño y ensueño, ella y un tul transparente, como en los años 60, como una chica de Vanidades, como una modelo que Sara comenzará a ser para ti, allí mismo, precisamente allí, con un juego de espejos en una sala infinita, reflejándola toda, desde sus pies dorados hasta su cabellera larga y deseable. Y la aventura continuará. Ya para entonces no habrá motivo sobre la tierra para detenerse. Ya su cuerpo, ese cuerpo que te reclama como un ser de carne y hueso, pero sobre todo de carne, de piel, de misterio, te pertenecerá, ella será la perfecta comunión que has estado esperando. Será el rito, la pasión, la dulzura. Esa noche las puertas de un nuevo culto religioso se abrirán definitivamente para ti. Serás feliz. Feliz. Feliz. Feliz. No más libros. Ni exámenes ni ensayos de fin de semestre. Sólo la ilusión, el comienzo de la ilusión, la necesidad de que el sueño se prolongue, que tú te vuelvas un ser etéreo y banal. Que Sara conviva en cada fantasía tuya. Beberán de la fuente de los deseos. Y de cada pecado. La cena para entonces será un recuerdo igual que el juego de palabras. Tú le prometerás un cuento, uno que escribirás para ella. Ella se mostrará interesada, te adorará unos minutos. La eternidad y un día.

lunes, 28 de septiembre de 2009

A veces

A veces, como esta noche, escribo para sonreír un poco, o sonreír un poco más. Me gustan los inventarios, mis inventarios de chicas soñadas, ansiadas, deseadas, hiperbolizadas, muñecas que, finalmente, nunca poseeré.

Me gusta recordar apenas el año pasado. Sandra Luciana toda de negro enviándome mensajes de texto al celular, esperando que llegara, pronto, a la esquina de Forbes y Craig. Íbamos a ver una película del gran Jacques Tati. Íbamos a reír mucho esa tarde del domingo con una película tan clásica que, como otras, yo descubría para ella.

Yo tenía mis planes, quería, otra vez, tenerla cerca, a mi costado, escuchando su respiración agitada, mirando por entre sus anteojos, otra vez toda de negro, otra vez mía, una vez más pura y entera. Entonces había planeado comer hot dogs, y lo hicimos, ella, en su bien dominado inglés, ordenó sin displicencia. Yo me dispuse a la ceremonia.

Me sentía un hombre gordo, viejo y agotado junto a alguien tan núbil como ella. Gozaba con sus brazos largos y desnudos. Llevaba un vestido corto, negro otra vez, una vez más, los anteojos, lo supe entonces, eran Donna Karan, las gafas de montura negra que terminarían por inmortalizarla. Y le dije que estaba como para una foto. Hubieras traído tu cámara, respondió, avispada, atrevida. Entramos en el cine. La película nos colmó con todo su colorido. Jacques Tati era brillante y original. Sandra Luciana se había cuidado de empaquetar las papas fritas para disfrutarlas durante la proyección.

Yo, a cada momento, recordaba ese cuento tan traicionero de Onetti, “La cara de la desgracia”, yo era el hombre pensativo, perezoso e intelectual ganado finalmente por la causa de una temible lolita. Ni el crujir de las papas fritas me distrajo de su omnipresencia. Otra vez, una vez más, el cine, la película, Tati, la original trama, todo eran pretextos. Su vestido corto nunca disimularía la redondez orgánica de sus rodillas. Yo era su siervo. Hubiera descendido a besarlas, de mis labios hubieran salido ósculos directos, poderosos, acaso ingenuos. Ella reía con cada escena. Yo esperaba, sigo esperando. Entonces la película, ese símbolo cinematográfico que nos unía desde unos meses atrás, llegó a su fin y caminamos, juntos, hacia la parada de autobús. Me sentía torpe queriéndole explicar cosas. Me sabía nervioso, impaciente. Ella reía con sus dulces dientes. En el bus de regreso hice un par de comentarios sobre el sistema académico norteamericano. Ella, impávida, no abandonaba la sonrisa que siempre sería una invitación, una puerta abierta. Pero la promesa finalmente no se cumpliría.

Volvimos al inicio, a Forbes y Craig, donde la esperaba su bicicleta, no regresaríamos caminando juntos a nuestro barrio. Fue entonces que ni siquiera le di un beso y nos despedimos. Fue cuando montó en la bicicleta y, audaz, comenzó a pedalear. De pronto ya era lejana. No me quedó más que caminar, pero nunca cabizbajo, la noche era larga, siempre sería larga y esquiva. Sandra Luciana llenaba mi mente, desde su reciente adolescencia. Todo había sido tan rápido. Quizá sólo unos meses antes. Quizá esa dirección de e-mail que casi adiviné. Que realmente adiviné. Y la respuesta tan rápida y entusiasta, que sí, por supuesto, quería ver películas conmigo. Y yo actuando como un Pigmalión cinematográfico. La tuve cerca, a mi lado, como en cuatro o cinco funciones. Terminé grabando su respiración entre mis recuerdos.

Ya para entonces me turbaba, me turbaba ese pantalón negro y las caderas tersas, la espalda casi de gimnasta, la mirada capciosa, pícara, singular, especial. También fue emocionante el intercambio de correos, me gustaba esa forma suya tan irresponsable y juvenil de pensar. Siempre tenía una respuesta, no evadía nada, no tenía por qué hacerlo. Un día me contó del tatuaje de la pantera que se estamparía en la espalda. Yo imaginé esa espalda tersa y joven, y también, y por fin, mía. Quizá mi ingenuidad avanzaba a pasos agigantados, pero no me importaba. Tampoco me importaba que nuestros veinte años de diferencia sugirieran o protagonizaran el ridículo.

Finalmente allí estaba, ella siempre, como esa noche en que yo, tan nervioso, presentaba una película chilena en el auditorio, y ella me miraba con atención y yo descubría su cara de niña, inocente, olvidaba la tortura que significaba a veces noches enteras cuando la prefiguraba salvajemente mía, cuando prefería imaginarla entre mis brazos, totalmente entregado a ella, suspirando de goce, gritando mi placer, sintiendo cómo se acurrucaba entre mis brazos, cómo me besaba el vientre o cómo miraba fijamente mis ojos, buscando una mentira, la razón de una mentira.

Fue eso y más. Siempre más. Inacabable, inexistente. Ahora que se ha marchado, quizá para siempre, sé que no fue ni aventura ni pretexto, ni chiquillada. Era toda una mujer. Las llantas de la bicicleta avanzaban sobre el asfalto y ella afirmaba las piernas duras, el pecho fuerte, femenino, saliente. Quizá mi comportamiento debió ser distinto, quizá debí ser más avezado, quizá debí tener respuestas, precisas, para todas sus preguntas. Puede que este sea otro inventario, pero ella no será una más. Rotunda, inteligente, desde su lejanía o su ternura, allí estará, observándome sabiamente, como cuando disfrutaba las películas a mi lado o me regalaba sus sonrisas. Esa era, fue, nuestra unión, nunca indisoluble. Fue nuestro juego, nuestro atrevimiento. La tarea, ahora, es no olvidarla, levantarle un altar, rendirle un homenaje, imaginar, desear que no se ha ido, que va a volver, que otra vez todo será cómo antes. Sandra Luciana, la ropa negra, las caderas, las rodillas, los ojos protegidos por las gafas, la certeza de que el cine nos eleva, nos une, nos santifica. Eso, todo eso eres tú, mi niña veneno, Sandra Luciana.

Pittsburgh, 4 de enero de 2009

Butter

Escribí este cuento en 1988. La revista académica "Apuntes Hispánicos" de University of Toronto lo publicó este año. Aquí el link:

http://www.spanport.utoronto.ca/apuntes/v9/balarezo.pdf

domingo, 27 de septiembre de 2009

Psicoanálisis estival

Psicoanálisis estival

Cuando llegan las seis de la tarde esa hora que encierra, juntas, incertidumbre y esperanza , desde el malecón de Pucusana se observan las ondas marinas, furiosas, en un constante devenir, hambrientas de venganza. Los minutos, a la par, persisten en su paso hasta que el sol un círculo amarillento, casi rojizo se esfume, tragado por la tierra, allá en el lejano horizonte, cediendo, aunque de mala gana, su lugar a la tenebrosa oscuridad: símbolo eterno de la noche que todo lo cubre, tratando de comportarse como un bondadoso ogro mitológico.

María surge de pronto, caminando con lentitud. En la playa, las aguas remueven las piedrecitas, las cambian de posición, queriendo dar a entender aún más ¿por qué serán tan obstinadas? su ya consabida superioridad. Los pasos de ella intentando detenerse de a pocos , son certeros.
Son pasos que imitan los tiros al blanco, escuchados hasta hace poco: tiros de cazadores practicando antes de sus matanzas, por las tardes. Su piel, a pesar de la oscuridad marina del momento, se advierte bronceada, aunque es blanca de origen. Cubierta por prendas fugaces. Los tiros están dispuestos a herir o matar aves indefensas, inquilinas de ese cielo límpido, un manto con blancos adornos gaseosos. Una blusa crema con botones del mismo color, semiabierta, provocando, sugiriendo. Sonreía. Un pantalón de esos llamados calientes, un short, azul y desteñido.

Él se cruzó con su esbelta figura cuando se aprestaba a bajar las gradas de concreto, camino a la orilla. Si ella fuese como la prenda y quizá más, quizá ardiente, la alegría, visitante oportuna, aumentaría. Allí, ausencia de gentes. Pucusana, la apacible caleta al sur de la metrópoli, tiene más barcos que personas. Ondas y ruidos parecieron tranquilizarse por la soledad presente. La caleta es portadora de una espléndida hospitalidad, con sus restaurantes dispuestos a recibir acalorados, sedientos clientes, y sus casas blancas, con agua para vender en las puertas, dicen traída de muy lejos, nunca de dónde.

Esa noche, desacostumbrada a visitantes así, se preparaba a recibir la exclusiva forma de la damisela de paños llamativos, seductores, fugaces. Eróticos. El, sin quererlo, empezaba a conocerla. Luego apenas unos instantes posteriores, deseándolo ahora a amarla. Una población tranquila. Un lugar acogedor, frecuentado por familias enteras, ávidas de ocio, placer -¡ah! y diversión -¿qué más podía hacerse?- en la época estival.

Al principio no entendió o no quiso hacerlo, esa enternecedora sonrisa canicular sí, porque el veintiuno de diciembre estuvo aquí y esta era su secuela mostrada por unos dientes blancos (un poeta griego pensaría en establos celestiales), partes de una boca romántica... labios carnosos, rojizos...

Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él se detuvo. Alelado. Aturdido. Sus pies se negaban a dar pasos. Su cuerpo, él mismo, no sabía qué hacer, qué decir, qué plantearle o proponerle a esos hermosos ojos incansables.
Se recostó en la arena. Su cuerpo no muy delgado, su blusa enterrada. Con la grava y arena formaba un trío desentonante. Grava y arena, grises y frías. No importaba. También, en el suelo natural, los largos cabellos rubios descansaban. Cerca, un rompeolas dejaba escuchar el ondulante pero sobre todo violento recorrido marino, intentando rendirle a ella un homenaje que aceptaría como otro cumplido debía estar demasiado acostumbrada , nada especial pensaría , recibido con una fingida indiferencia.

Bajó por fin a tratar de conversarle. Primero la miró. Ella, aunque no lo distinguía, buscaba el horizonte. Las estrellas los acompañaban, tan lejanas y útiles a la vez, sin encapricharse, simples, iluminando desde donde estuviesen así sólo vivieran en ilusionadas mentes. Necesitaba hablar con alguien. Él lo advirtió. Para fortuna propia, era el único interlocutor posible en millas... y el más avezado.

Nombre. Dirección. Teléfono. Gustos. Manera no muy excéntrica, suponía, de iniciar una conversación. Tanto por averiguar de una amiga recién hallada, una amante en potencia. Optimismo. Intuía su nombre, su rostro era elocuente. Nombre de virgen, no te equivocaste. Recostada y pensativa, qué diría de su presencia. Seguro cavilaba en el próximo día, cuando, era una costumbre, ese círculo brillante resurgiese de su exilio y volviera a iluminar el paisaje, a aclarar el pueblo.

Por la mañana, los pescadores irían a encontrarse con el alimento y la mercadería. Irían en sus bolicheras, lanchas carcomidas por el tiempo eterno. En el pueblo, los heladeros buscarían clientes deshidratados. Ahora, sin embargo, era de noche. Las luces se notaban muy pálidas y ella seguía echada en el borde, en las orillas veraniegas casi heladas, sintiendo la brisa y balbuceando, al comienzo, algo, queriendo dar a conocer tantas cosas que, de pronto, tenía metidas en la cabeza.

Se despojó de su blusa. En pantalón corto y la parte superior del bikini entró al mar. Estaría gélido a esa hora. Ella extrañaría al sol pero se conformaría con mojarse, remojarse en esas aguas abandonadas al momento por el calor. Ella se bañaba y riendo salpicaba espuma: luego empezaron sus carcajadas. El quiso unírsele. Sentía ese éxtasis, como en la película de Hedy Lamarr, tanto como la mujer que seguía revolcándose entre los tumbos a manera de arenales. La ropa no se despegaba de su cuerpo. Le privaba de la tentación. Mejor, de la acción.

Escuchaba su risa similar a la de una histérica, no sabía por qué, y recordaba la conversación de antes. Su nombre, su apellido. Él se presentó. Luego ella, con entusiasmo. Se veía la isla de rocas negras, una especie de acantilado semigigante, a pocos metros de ellos. Hablaron de pintores flamencos, de El año pasado en Marienbad en cine club, de Thomas Mann, de la literatura que él estudiaba en la universidad. La convenció para llevarla a almorzar. Se refirió al siguiente campeonato de tabla, al teatro en la ciudad. ¿Y la urbe? ¿Cómo estaría? Más allá de vomitar humo, uno de sus goces inevitables, otra cosa estaría pasando. Los autos iban hacia ella, por la vieja carretera, a contaminarla con sus tubos de escape y anunciando su llegada con el infernal chirrido de gastadas llantas.

María dijo me voy y sus brazadas, tan ágiles y sorprendentes, la alejaron de él, de su vista, y la contagiaron de mar, de agua salada, de infinitud. Trató de ubicarla. Era tarde. La inmensa oscuridad del cielo impedía cualquier pesquisa. Se perdió con rapidez entre las olas o desapareció tras las rocas negras. Esperó quince minutos y no la veía. Se impacientó. Transcurrió un rato, largo, nervioso. La madrugada reemplazaba a la noche y él se decidió a investigar.
Dónde estarían los largos cabellos rubios. Dónde las piernas bronceadas a plenitud y exhibidas en secreto. Dónde la mujer dichosa y sonriente. Tenía esperanzas de poder encontrar su figura, escuchar otra vez su voz, ver su cuerpo entero y plácido. Se zambulló en el agua y nadó hacia la isla. Unas cuantas algas y otros tantos erizos fastidiaban el recorrido. Buceó un poco. No estaba por allí. Quiso ser un submarino para explorar las profundidades a ver si la ubicaba flotando entre el reino de lo desconocido.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla. Tomó sus prendas que evidenciaron fidelidad mientras su dueño luchaba entre los límites marinos.
Se encaminó al pueblo. Pucusana debería estar durmiendo. Qué hora sería. Ya el tiempo no importaba, nunca importa. Era el momento, él con el cuerpo mojado agotado y friolento podía sentirlo, de las brujas que quedaban de primavera y de los mostrencos veraniegos que soltaban sus hechizos, cometían sus travesuras horrorosas tantos días, que, esta noche, la luna, tímida, se negaba a salir, a presentarse entera.

Llegó a su casa. Se acostó, rendido. Los gallos cantaban con sonora insistencia. No cesaban sus llamados a los durmientes, sus afinados coros se convertían en sinfonías pre matinales. El sol había vuelto a conciencia, entró por la ventana, con intensidad hiriente, molestando sus ojos, obligándolos a abrirse. Los gallos y el sol, el estío y la naturaleza con su vehemencia le dijeron levántate y estaba incorporándose, dejando, para no perder la costumbre, la cama sin hacer, cuando llamaron a la puerta.

No recordaba mucho de lo ocurrido horas antes. Olvidó sus posibles culpas y su nueva -misteriosa- amistad. Un oficial con revólver al cinto, de esos tipos que usan uniforme y armas para intimidar y nunca lo logran, se presentó y solicitó él lo dijo así su identificación.
Pudo rememorarlo. Ella. María, ese nombre flotando en su sueño. El ofrecimiento a almorzar. Febrero era el mes de la canícula por excelencia. El cine club de la ciudad de la torre. Que cuál es su nombre. Era periodista. Que en qué periódico. Las cimbreantes tanguistas disfrutaban, apenas el sol nacía, de su estada en el balneario. No tenía trabajo estable ni pensaba conseguirlo. Algunos caballeros, la mayoría tímidos, miraban las bellezas desde el malecón. Que qué hacía aquí. A usted no le importa. Unos golpes verbales hábilmente intercambiados. Le tocaba interrogar. Lo haría con gusto. Con suspenso. Con temor. Que qué querían de él. El guardia no mencionó para nada a María y menos a una chica que yacía en el mar, flotando sobre las aguas con la boca abierta mirando al cielo, esperando ser recogida por ángeles anónimos, quizá hasta pecadores.

Era una simple revisión, un tipo de censo, le dijeron. De la sociedad podía esperarse cualquier acción y más aún de sus fuerzas represivas. Los autos jugaban a perseguirse en las curvas del cerro, mole pétrea indestructible que protege, aunque no está cerca, el poblado. Los niños seguían pensando cómo mejorar sus habilidades arquitectónicas a la par que contemplaban el derrumbe, para ellos una catástrofe, de sus castillos arenosos medievales. Fácil era hacer tortas, no construcciones fortificadas.

Retornaba a su lecho pero llamaron nuevamente a su puerta. María rubia y entera. Y no era (¿o sí?) un fantasma. Con la blusa transparente y mojada. Riendo, por variar quizá. Preguntándole si estaba asustado o si se había entristecido. Pidiéndole un refresco. Sonriendo con sus dientes blanquísimos. Decidida a contarle toda su vida. Diciéndole que no tenía nada que hacer. Ofreciendo preparar el almuerzo, la cena: me quedo a dormir si quieres, me portaré bien. Una niña contando cuentos de hadas. El no comprendía esta situación, su actitud aparente, su modo de ser, su comportamiento, sus complicadas intenciones amorosas impersonales. Cuál era su mundo interior. Trató de ser psicoanalista. Ella, hablaba del mar.
Le dijo chau al dejarlo en una esquina de Pardo. Mañana te veo. Pasaron los días, las horas, interminables, los minutos angustiosos, los segundos como valiosas gotas de un antídoto vital. Pasaron las semanas, los meses. Un año. Le salían canas, ficticias, y su espera se prolongaba infinita, misteriosamente. ¿De veras se ahogaría en el mar aquella noche?. Qué sería de ella. El auto con la placa de rodaje (LOVE8$) circulando por la tierra. Ella y sus ojos llamativos, guiñándole, permanente en sus sesiones oníricas, en sus despertares sudorosos.
Compró un diario. Leyó la página cultural. Confirmó sus sospechas. Esa tarde, la señorita María... sustentaría su tesis para optar el grado de doctora en psicología en la universidad urbana. No continuó las líneas.
Imaginaba el resto. Una estudiante, futura psicoanalista, conoce a un hombre e intenta examinarlo con extrema suspicacia. Ella corre al mar, se esconde. El paciente, ignorante de que es tal, no la sigue y la deja ir. Ella aparecerá en su casa y averiguará, por testimonio personal e inconsciente, todo cuanto necesita saber de él, un falso amigo, un falso amante. Anotó la dirección del auditorio. Se interrogó sobre su próximo paso. Las personas presentes en la ceremonia escucharían atentas, quizá hasta estupefactas, aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal implicado, o sea, él mismo. El jurado pensaría en el paciente. En el armario del dormitorio encontró el revólver, igual que en las películas. Lo limpió, lo introdujo en una bolsa plástica, luego en el bolsillo interior de la chaqueta. Salió rumbo a la universidad. En el camino, mientras el auto patinaba en la autopista, se descerrajó, con violencia, un tiro en la sien, segundos después de pensar en lo imposible. En ella. En María.
(Lima, 1985)
-Leído en una conferencia sobre Ficción e Historia en Boston College (Boston, abril de 2009)