martes, 29 de septiembre de 2009

Chicas divinas

¿Quién se iba a imaginar esto? Una madrugada de mayo de 2009, muchos años después de estar en el borde, tratando de dormir, escuchando Lady in Red. Bemoles tiene la vida, sin duda. Aunque, estilísticamente, tal palabra no le encante a mi madre. ¿Y cómo había llegado yo a esta situación? Quizá no sea tan difícil de contar, de volver un poco al pasado. Quizá sí cueste explicarlo. A la deriva una vez más, o no tanto. En el colegio, en la secundaria, hace 25 años, había una chica alta, enorme, que tenía unas piernas divinas. Entonces eras el adolescente eternamente sexual y cinematográfico. Ideabas escenas gimnásticas, todo enroscado entre las piernas de esa diva que hoy debe pasar los 40 años. Y tú mismo, cuarentón y todo, permaneces en tu laberinto. Has perdido el hilo de Ariadna. Son exactamente las 3 y 26 de la mañana y el sueño ni se asoma. Tus aventuras oníricas, que siempre quieres convertir en urgente e impostergable realidad, llevan, todas, nombres de mujer. Se te da por recordar tus crímenes pasionales, a veces funciones de vermouth en el cine con alguna amiga de la universidad. Realmente no compartías nada con ellas. No era ni ilusión ni esperanza. Era, simplemente, nada. Había una que se llama Ada. Era, como dicen en Perú, blanconcita. O, como dirían mis abuelos, blanquiñosa. Era blanca y pobre. Lo que en un país como el mío puede parecer y sonar como una grave antítesis. Ada tenía la cabeza llena de sueños pero no tenía la menor idea de que esos sueños, un día, se hicieran realidad. Pobrecita, tan limitada la pobre. Me siento como el perverso Henry Miller de Trópico de Capricornio, ultrajando a una anormal. Ni más ni menos.

En cambio, yo sí intenté que mis sueños se cumplieran. De hecho, algunos se hicieron palpable realidad. Otros, siguen esperando. Quizá sólo sea cuestión de tiempo. O de decisión. Como sea, creo honestamente -con esa honestidad que mi virtuosa madre me enseñó a cultivar- que un día todo va a funcionar -seamos cursis- a las mil maravillas. O casi. Pero la ilusión sigue viva. Y mejor es eso a nada. Lo sé, mis detractores me acusan de poco realista y de dejarme llevar por el saludo de alguna de esas artistas de cine que transitan por las calles de Oakland. Qué se le va a hacer. Así es uno, pues. Pero la evolución sigue allí, hay cambio, hay modificaciones, se siente, lo siento. Mi padre, que toda la vida me evalúa, dice que he logrado lo que pocos. No le creo. Sí, cuarentón y todo, sigo estudiando. Y esta es mi apuesta mayor. Quizá a los cincuenta años tenga el deber y el derecho de proclamar mi felicidad para que medio mundo se entere. Incluso esa pesada de Ada, esa blanconcita con visibles señales de estupidez que lo da todo por un sueño pero nada por alcanzarlo. Así de inconsistentes, vagas y planas eran las chicas de la Católica. Tú las mirabas pasar y te gustaban. Pero es el pasado, el absoluto pasado que ya no será más. Es cierto, cometiste errores, pero quién no en esta vida. Además, artista, escritor y fanático de la música y el cine, algún sueño dorado tenías que hacerte en Lima. Como esa vez que viste a esa chica rubia en tanga en Lomas o Cerro Azul -mi memoria es débil a esta hora caduca- y te imaginaste un futuro que terminaría -o empezaría, según se vea- en una estupenda ceremonia carnal.

Pero para qué insistir. Después, otra vez tus puntuales detractores, te acusan de vago e irresponsable. Lo cierto es que sigues en esa línea romanticona que se te pegó, creo, crees, en los 80, cuando ya la música lo era todo en tu vida, cuando grabar y almacenar casetes era una forma de convivencia y lealtad contigo mismo. Eso, y el rohypnol y el lexotan. Eso, básicamente.
Claro que hay otros puntos de partida. No, no volver a los cuentos, que ahora y por fin son transnacionales, sino simplemente a la comprobación de que mientras crees que pierdes el tiempo en verdad ya terminaste de leer 8 libros y de ver 4 películas, entonces, sí, mi amigo, estás en el camino correcto. Pero quieres más. Y quién no. Quieres a Claudia S., ya sé, así no haya cumplido los 21 años y así te salude por necesario e indebido compromiso. Pero la quieres, de todos modos, así muñeca y rubia, así para soñarla, para volver a imaginarla esa noche en tu ciclo de cine, con ese polón rosado, poniendo las deliciosas piernas sobre la butaca de adelante. Imagen perturbadora y necesaria. Cuán necesaria. Un día en la cafetería de la Catedral te invitó a su mesa, almorzaron juntos. Y ya estabas babeando como un idiota, ya esa inmarcesible cabellera rubia se fijaba para siempre, irremplazable, en tu memoria. Entonces hablaba español con acento argentino. Con lo que te gustan Argentina y las argentinas. Toda esa tradición y Claudia S. contándote de sus cursos, de su padre que enseña en la U de Minnessotta, y, tú, como siempre tan soñador, imaginando que vas a la casa de ella y después de sudar un día entero le pides la mano de tu nueva estrella al padre. Quizá no sea un señor tan mayor. Quizá tampoco sea intimidante. Quizá su madre simpatice contigo. Quizá, quizá, quizá. Lo cierto es que Claudia S. es una muñeca -lo es, en serio- y tú le llevas más de 20 años pero eso importa un bledo. No importa. Tu comías pollo y papas fritas y ella tomaba leche y estaba empezando su ensalada. Le preguntaste por qué tomaba leche. Te dio una respuesta vital y científica. Es tan inteligente esta mujer. Los anteojos cuadraditos le quedan perfectos, fijan la geometría celestial de su rostro. Hablaron unas cuantas cosas, esas tonteras de ocasión que se conversan en la universidad, entre clases, en los pasillos, o sí, como entonces, en la cafetería.

Ya sabías que ella almorzaba a las 12.30. Era cuestión de entrar a esa hora a la cafetería, elegir cualquier comida, cualquier bebida, y buscar su mirada, ubicarla, fingir que buscabas sitio, y ella otra vez te ofrecía su mesa. Entonces te dijo que a su madre le gustaba Body Heat. Tú recordaste a una ardiente Kathleen Turner, desnuda y excitada, y le dijiste a tu bella interlocutora que en la peli asesinaban al marido. Otra vez tu gloriosa memoria venía en tu auxilio. Entonces ella sonrió. La dentadura blanca, brillante, un canto a la perfección. Le hablaste de las primeras películas de Almodóvar. Inquieta, prestó atención. Sí, después le escribirías uno, dos, tres emails, después la soñarías, pensarías que esos veinte años de diferencia tenían que desaparecer de alguna forma. ¿Importaba la edad, a todo esto? Diablos, si son sólo 41. Una seductora colega nicaragüense te dijo que pensaba que tenías 30 el día que cumpliste 40. Y no es un juego de palabras. Como sea, esto tendría que continuar, tendrías que buscar más historias invencibles para surtir la gozosa y privilegiada imaginación de Claudia S.. Tarea a la que, sin duda, te entregarías con fruición sobre todo si sabías que ella estaría, siempre puntual, en la cafetería, a esa hora, a esa hora en que la gente va y viene como loca buscando un café o una razón para tomar ese respiro, una forma de querer creer -y otra vez la frase es maternal, digo de mi madre- que no hay apuro, que esta es la burbuja, que a la 5 todo se acaba, para casi todos. Menos para ti, obviamente. Para ti empieza el siguiente turno. Vas a cruzar a la biblioteca y estar allí, por lo menos, hasta la medianoche. Te vas a imaginar, entonces, un mundo sin Claudia S. No te gusta hablar de imposibilidades pero por algunas horas los libros, tus tan necesarios libros, y alguna consulta en el computador van a reemplazar a esta chica amada, soñada.

Pero a todo esto, Claudia no está. Va a volver. Lo sabes. Lo sé. Claudia se fue a Argentina otra vez y después a Panamá. Creo que fue todo el semestre. Vivir sin ella era desesperarse. La muñeca, la ilusión, una forma que hace que toda estética se suplante a sí misma. Y se cuestione. Y pida a gritos un cambio. Pero ella va a volver un día. No supiste más. No más emails. No más consultas por facebook. Solamente esperar. Quizá vuelva a suceder. Porque en Oakland, en el campus, es así: las cosas suceden. No hay que presionar, menos insistir. Esa noche, alguna noche. Ella salió de clase y cruzó la pista y te hizo adiós con la mano. Esa sonrisa tan enternecedora. Pero si tiene más de 20 años menos que tú. ¿De veras piensas resolver este problema? Sí, te gustan las fantasías de Spielberg y las más procaces de Scorsese pero este es un asunto serio y tienes que solucionarlo. Estamos en vacaciones de verano. Claudia S. volverá, es posible, cuando comiencen las clases otra vez. Serás audaz e intuitivo. Otra vez, como los ángeles que se atreven a todo -a casi todo- vas a tener que creer. Primero, creer. El resto como eternamente me decían, me dicen, en Perú, vendrá solo.

Pero esa sólo es una esperanza. En el fondo no hay nada y eres la primera persona, ahora y por fin ya no más incauta, que te das cuenta. Debe haber formas de llenar este vacío. Ah, formas. La estética otra vez, y las ganas, sólo las ganas, de embriagarse con el ignoto sabor de algún whisky. Tener una velada, imaginar, sentir, que Sara T. este fin de semana en el restaurante francés te va a decir, frase por frase, todo lo que tú quieras escuchar. Ah, Sara T., por fin una amiga. Tan necesaria. Tan confesional. Me gusta sentirme protegido, cuidado, venerado. Es parte de mi vanidad. Sara ya conoce cada locura mía y sabe que hay, que vienen más. Y lo acepta. Entonces sus largos brazos blancos, sinceramente largos y extremamente blancos, como una hoja de papel bond, se van a dedicar a esa tarea que no puede esperar más. Quizá ella beba un poco de vino y entonces sus brazos van a rodear tu cuello, y ella va a sonreír a tu lado, va a llevar el juego de palabras para que la velada sea más divertida. Tú le vas a hablar de cine, de música, de tu tesis, de tus cuentos que ella algún día conocerá. Sólo por eso la consideras extraña, sólo porque imaginas que le gustaría leerte. Va a tomar champaña y va a tener un vestido escotado que dejará lucir su nívea espalda, sus cabellos largos y tan ordenados vendrán a buscarte con furia. Y ella morderá tu oído, lamerá tu cuello, tu garganta será un deseo para ella. Sara T. tiene todo muy bien organizado, como si la vida entre nosotros fueran esos cajones de su escritorio. Así va a guiar mi vida. Va a ser mi palpitante corazón, va a ser ese tiempo urgente que en esta tierra de proclamada libertad tanto se valora y tanto falta. Y tanto fastidia.

Porque, para ser francos, si no fuera por el maldito tiempo, por esa opresión extravagante del capitalismo salvaje, Sara se dedicaría toda a mí. No más responsabilidades, no más encargos de oficina. Seríamos nosotros y los pupitres. Mejor dicho, nosotros recostados sobre el pupitre. Amándonos. Desnudos. Sus piernas gloriosas, blancas, largas, serían ese trofeo largamente esperado. Ella sería la coronación de cada deseo tuyo. Esos ojos azules que son las ventanas que te guían te llevarán a un destino genial. Y pensar que todo esto, esta manera de contar tus cosas, comenzó así, digamos, de la manera desenfadada pero sobre todo escéptica de siempre. Ahora son las 4 y 14 y sigues escribiendo, tu mente sigue maquinando posibilidades, estrategias, formas, Ah, sí, formas.

Y será mejor así, pensarlo un poco, no programarlo todo de antemano -ah madre, mira cómo brotan tus frases a la distancia- pero saber que es posible. Que Sara va a llevar una torta y se van a divertir de lo lindo, va a ser la medianoche del domingo, y la fiebre de sábado por la noche va a continuar, ferviente, festiva. Luego serán intercambios de besos, quizá ella se pinte los labios, quizá su español -ese español tan perfecto y perfectible que practicó en Alicante- mute de pronto a un inglés que será una invitación, una más, en medio de la marea nocturna, entonces ya todo será sueño y ensueño, ella y un tul transparente, como en los años 60, como una chica de Vanidades, como una modelo que Sara comenzará a ser para ti, allí mismo, precisamente allí, con un juego de espejos en una sala infinita, reflejándola toda, desde sus pies dorados hasta su cabellera larga y deseable. Y la aventura continuará. Ya para entonces no habrá motivo sobre la tierra para detenerse. Ya su cuerpo, ese cuerpo que te reclama como un ser de carne y hueso, pero sobre todo de carne, de piel, de misterio, te pertenecerá, ella será la perfecta comunión que has estado esperando. Será el rito, la pasión, la dulzura. Esa noche las puertas de un nuevo culto religioso se abrirán definitivamente para ti. Serás feliz. Feliz. Feliz. Feliz. No más libros. Ni exámenes ni ensayos de fin de semestre. Sólo la ilusión, el comienzo de la ilusión, la necesidad de que el sueño se prolongue, que tú te vuelvas un ser etéreo y banal. Que Sara conviva en cada fantasía tuya. Beberán de la fuente de los deseos. Y de cada pecado. La cena para entonces será un recuerdo igual que el juego de palabras. Tú le prometerás un cuento, uno que escribirás para ella. Ella se mostrará interesada, te adorará unos minutos. La eternidad y un día.

lunes, 28 de septiembre de 2009

A veces

A veces, como esta noche, escribo para sonreír un poco, o sonreír un poco más. Me gustan los inventarios, mis inventarios de chicas soñadas, ansiadas, deseadas, hiperbolizadas, muñecas que, finalmente, nunca poseeré.

Me gusta recordar apenas el año pasado. Sandra Luciana toda de negro enviándome mensajes de texto al celular, esperando que llegara, pronto, a la esquina de Forbes y Craig. Íbamos a ver una película del gran Jacques Tati. Íbamos a reír mucho esa tarde del domingo con una película tan clásica que, como otras, yo descubría para ella.

Yo tenía mis planes, quería, otra vez, tenerla cerca, a mi costado, escuchando su respiración agitada, mirando por entre sus anteojos, otra vez toda de negro, otra vez mía, una vez más pura y entera. Entonces había planeado comer hot dogs, y lo hicimos, ella, en su bien dominado inglés, ordenó sin displicencia. Yo me dispuse a la ceremonia.

Me sentía un hombre gordo, viejo y agotado junto a alguien tan núbil como ella. Gozaba con sus brazos largos y desnudos. Llevaba un vestido corto, negro otra vez, una vez más, los anteojos, lo supe entonces, eran Donna Karan, las gafas de montura negra que terminarían por inmortalizarla. Y le dije que estaba como para una foto. Hubieras traído tu cámara, respondió, avispada, atrevida. Entramos en el cine. La película nos colmó con todo su colorido. Jacques Tati era brillante y original. Sandra Luciana se había cuidado de empaquetar las papas fritas para disfrutarlas durante la proyección.

Yo, a cada momento, recordaba ese cuento tan traicionero de Onetti, “La cara de la desgracia”, yo era el hombre pensativo, perezoso e intelectual ganado finalmente por la causa de una temible lolita. Ni el crujir de las papas fritas me distrajo de su omnipresencia. Otra vez, una vez más, el cine, la película, Tati, la original trama, todo eran pretextos. Su vestido corto nunca disimularía la redondez orgánica de sus rodillas. Yo era su siervo. Hubiera descendido a besarlas, de mis labios hubieran salido ósculos directos, poderosos, acaso ingenuos. Ella reía con cada escena. Yo esperaba, sigo esperando. Entonces la película, ese símbolo cinematográfico que nos unía desde unos meses atrás, llegó a su fin y caminamos, juntos, hacia la parada de autobús. Me sentía torpe queriéndole explicar cosas. Me sabía nervioso, impaciente. Ella reía con sus dulces dientes. En el bus de regreso hice un par de comentarios sobre el sistema académico norteamericano. Ella, impávida, no abandonaba la sonrisa que siempre sería una invitación, una puerta abierta. Pero la promesa finalmente no se cumpliría.

Volvimos al inicio, a Forbes y Craig, donde la esperaba su bicicleta, no regresaríamos caminando juntos a nuestro barrio. Fue entonces que ni siquiera le di un beso y nos despedimos. Fue cuando montó en la bicicleta y, audaz, comenzó a pedalear. De pronto ya era lejana. No me quedó más que caminar, pero nunca cabizbajo, la noche era larga, siempre sería larga y esquiva. Sandra Luciana llenaba mi mente, desde su reciente adolescencia. Todo había sido tan rápido. Quizá sólo unos meses antes. Quizá esa dirección de e-mail que casi adiviné. Que realmente adiviné. Y la respuesta tan rápida y entusiasta, que sí, por supuesto, quería ver películas conmigo. Y yo actuando como un Pigmalión cinematográfico. La tuve cerca, a mi lado, como en cuatro o cinco funciones. Terminé grabando su respiración entre mis recuerdos.

Ya para entonces me turbaba, me turbaba ese pantalón negro y las caderas tersas, la espalda casi de gimnasta, la mirada capciosa, pícara, singular, especial. También fue emocionante el intercambio de correos, me gustaba esa forma suya tan irresponsable y juvenil de pensar. Siempre tenía una respuesta, no evadía nada, no tenía por qué hacerlo. Un día me contó del tatuaje de la pantera que se estamparía en la espalda. Yo imaginé esa espalda tersa y joven, y también, y por fin, mía. Quizá mi ingenuidad avanzaba a pasos agigantados, pero no me importaba. Tampoco me importaba que nuestros veinte años de diferencia sugirieran o protagonizaran el ridículo.

Finalmente allí estaba, ella siempre, como esa noche en que yo, tan nervioso, presentaba una película chilena en el auditorio, y ella me miraba con atención y yo descubría su cara de niña, inocente, olvidaba la tortura que significaba a veces noches enteras cuando la prefiguraba salvajemente mía, cuando prefería imaginarla entre mis brazos, totalmente entregado a ella, suspirando de goce, gritando mi placer, sintiendo cómo se acurrucaba entre mis brazos, cómo me besaba el vientre o cómo miraba fijamente mis ojos, buscando una mentira, la razón de una mentira.

Fue eso y más. Siempre más. Inacabable, inexistente. Ahora que se ha marchado, quizá para siempre, sé que no fue ni aventura ni pretexto, ni chiquillada. Era toda una mujer. Las llantas de la bicicleta avanzaban sobre el asfalto y ella afirmaba las piernas duras, el pecho fuerte, femenino, saliente. Quizá mi comportamiento debió ser distinto, quizá debí ser más avezado, quizá debí tener respuestas, precisas, para todas sus preguntas. Puede que este sea otro inventario, pero ella no será una más. Rotunda, inteligente, desde su lejanía o su ternura, allí estará, observándome sabiamente, como cuando disfrutaba las películas a mi lado o me regalaba sus sonrisas. Esa era, fue, nuestra unión, nunca indisoluble. Fue nuestro juego, nuestro atrevimiento. La tarea, ahora, es no olvidarla, levantarle un altar, rendirle un homenaje, imaginar, desear que no se ha ido, que va a volver, que otra vez todo será cómo antes. Sandra Luciana, la ropa negra, las caderas, las rodillas, los ojos protegidos por las gafas, la certeza de que el cine nos eleva, nos une, nos santifica. Eso, todo eso eres tú, mi niña veneno, Sandra Luciana.

Pittsburgh, 4 de enero de 2009

Butter

Escribí este cuento en 1988. La revista académica "Apuntes Hispánicos" de University of Toronto lo publicó este año. Aquí el link:

http://www.spanport.utoronto.ca/apuntes/v9/balarezo.pdf

domingo, 27 de septiembre de 2009

Psicoanálisis estival

Psicoanálisis estival

Cuando llegan las seis de la tarde esa hora que encierra, juntas, incertidumbre y esperanza , desde el malecón de Pucusana se observan las ondas marinas, furiosas, en un constante devenir, hambrientas de venganza. Los minutos, a la par, persisten en su paso hasta que el sol un círculo amarillento, casi rojizo se esfume, tragado por la tierra, allá en el lejano horizonte, cediendo, aunque de mala gana, su lugar a la tenebrosa oscuridad: símbolo eterno de la noche que todo lo cubre, tratando de comportarse como un bondadoso ogro mitológico.

María surge de pronto, caminando con lentitud. En la playa, las aguas remueven las piedrecitas, las cambian de posición, queriendo dar a entender aún más ¿por qué serán tan obstinadas? su ya consabida superioridad. Los pasos de ella intentando detenerse de a pocos , son certeros.
Son pasos que imitan los tiros al blanco, escuchados hasta hace poco: tiros de cazadores practicando antes de sus matanzas, por las tardes. Su piel, a pesar de la oscuridad marina del momento, se advierte bronceada, aunque es blanca de origen. Cubierta por prendas fugaces. Los tiros están dispuestos a herir o matar aves indefensas, inquilinas de ese cielo límpido, un manto con blancos adornos gaseosos. Una blusa crema con botones del mismo color, semiabierta, provocando, sugiriendo. Sonreía. Un pantalón de esos llamados calientes, un short, azul y desteñido.

Él se cruzó con su esbelta figura cuando se aprestaba a bajar las gradas de concreto, camino a la orilla. Si ella fuese como la prenda y quizá más, quizá ardiente, la alegría, visitante oportuna, aumentaría. Allí, ausencia de gentes. Pucusana, la apacible caleta al sur de la metrópoli, tiene más barcos que personas. Ondas y ruidos parecieron tranquilizarse por la soledad presente. La caleta es portadora de una espléndida hospitalidad, con sus restaurantes dispuestos a recibir acalorados, sedientos clientes, y sus casas blancas, con agua para vender en las puertas, dicen traída de muy lejos, nunca de dónde.

Esa noche, desacostumbrada a visitantes así, se preparaba a recibir la exclusiva forma de la damisela de paños llamativos, seductores, fugaces. Eróticos. El, sin quererlo, empezaba a conocerla. Luego apenas unos instantes posteriores, deseándolo ahora a amarla. Una población tranquila. Un lugar acogedor, frecuentado por familias enteras, ávidas de ocio, placer -¡ah! y diversión -¿qué más podía hacerse?- en la época estival.

Al principio no entendió o no quiso hacerlo, esa enternecedora sonrisa canicular sí, porque el veintiuno de diciembre estuvo aquí y esta era su secuela mostrada por unos dientes blancos (un poeta griego pensaría en establos celestiales), partes de una boca romántica... labios carnosos, rojizos...

Ella le sonrió, pero no se detuvo. Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él se detuvo. Alelado. Aturdido. Sus pies se negaban a dar pasos. Su cuerpo, él mismo, no sabía qué hacer, qué decir, qué plantearle o proponerle a esos hermosos ojos incansables.
Se recostó en la arena. Su cuerpo no muy delgado, su blusa enterrada. Con la grava y arena formaba un trío desentonante. Grava y arena, grises y frías. No importaba. También, en el suelo natural, los largos cabellos rubios descansaban. Cerca, un rompeolas dejaba escuchar el ondulante pero sobre todo violento recorrido marino, intentando rendirle a ella un homenaje que aceptaría como otro cumplido debía estar demasiado acostumbrada , nada especial pensaría , recibido con una fingida indiferencia.

Bajó por fin a tratar de conversarle. Primero la miró. Ella, aunque no lo distinguía, buscaba el horizonte. Las estrellas los acompañaban, tan lejanas y útiles a la vez, sin encapricharse, simples, iluminando desde donde estuviesen así sólo vivieran en ilusionadas mentes. Necesitaba hablar con alguien. Él lo advirtió. Para fortuna propia, era el único interlocutor posible en millas... y el más avezado.

Nombre. Dirección. Teléfono. Gustos. Manera no muy excéntrica, suponía, de iniciar una conversación. Tanto por averiguar de una amiga recién hallada, una amante en potencia. Optimismo. Intuía su nombre, su rostro era elocuente. Nombre de virgen, no te equivocaste. Recostada y pensativa, qué diría de su presencia. Seguro cavilaba en el próximo día, cuando, era una costumbre, ese círculo brillante resurgiese de su exilio y volviera a iluminar el paisaje, a aclarar el pueblo.

Por la mañana, los pescadores irían a encontrarse con el alimento y la mercadería. Irían en sus bolicheras, lanchas carcomidas por el tiempo eterno. En el pueblo, los heladeros buscarían clientes deshidratados. Ahora, sin embargo, era de noche. Las luces se notaban muy pálidas y ella seguía echada en el borde, en las orillas veraniegas casi heladas, sintiendo la brisa y balbuceando, al comienzo, algo, queriendo dar a conocer tantas cosas que, de pronto, tenía metidas en la cabeza.

Se despojó de su blusa. En pantalón corto y la parte superior del bikini entró al mar. Estaría gélido a esa hora. Ella extrañaría al sol pero se conformaría con mojarse, remojarse en esas aguas abandonadas al momento por el calor. Ella se bañaba y riendo salpicaba espuma: luego empezaron sus carcajadas. El quiso unírsele. Sentía ese éxtasis, como en la película de Hedy Lamarr, tanto como la mujer que seguía revolcándose entre los tumbos a manera de arenales. La ropa no se despegaba de su cuerpo. Le privaba de la tentación. Mejor, de la acción.

Escuchaba su risa similar a la de una histérica, no sabía por qué, y recordaba la conversación de antes. Su nombre, su apellido. Él se presentó. Luego ella, con entusiasmo. Se veía la isla de rocas negras, una especie de acantilado semigigante, a pocos metros de ellos. Hablaron de pintores flamencos, de El año pasado en Marienbad en cine club, de Thomas Mann, de la literatura que él estudiaba en la universidad. La convenció para llevarla a almorzar. Se refirió al siguiente campeonato de tabla, al teatro en la ciudad. ¿Y la urbe? ¿Cómo estaría? Más allá de vomitar humo, uno de sus goces inevitables, otra cosa estaría pasando. Los autos iban hacia ella, por la vieja carretera, a contaminarla con sus tubos de escape y anunciando su llegada con el infernal chirrido de gastadas llantas.

María dijo me voy y sus brazadas, tan ágiles y sorprendentes, la alejaron de él, de su vista, y la contagiaron de mar, de agua salada, de infinitud. Trató de ubicarla. Era tarde. La inmensa oscuridad del cielo impedía cualquier pesquisa. Se perdió con rapidez entre las olas o desapareció tras las rocas negras. Esperó quince minutos y no la veía. Se impacientó. Transcurrió un rato, largo, nervioso. La madrugada reemplazaba a la noche y él se decidió a investigar.
Dónde estarían los largos cabellos rubios. Dónde las piernas bronceadas a plenitud y exhibidas en secreto. Dónde la mujer dichosa y sonriente. Tenía esperanzas de poder encontrar su figura, escuchar otra vez su voz, ver su cuerpo entero y plácido. Se zambulló en el agua y nadó hacia la isla. Unas cuantas algas y otros tantos erizos fastidiaban el recorrido. Buceó un poco. No estaba por allí. Quiso ser un submarino para explorar las profundidades a ver si la ubicaba flotando entre el reino de lo desconocido.

Su mente daba vueltas. Sus pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla. Tomó sus prendas que evidenciaron fidelidad mientras su dueño luchaba entre los límites marinos.
Se encaminó al pueblo. Pucusana debería estar durmiendo. Qué hora sería. Ya el tiempo no importaba, nunca importa. Era el momento, él con el cuerpo mojado agotado y friolento podía sentirlo, de las brujas que quedaban de primavera y de los mostrencos veraniegos que soltaban sus hechizos, cometían sus travesuras horrorosas tantos días, que, esta noche, la luna, tímida, se negaba a salir, a presentarse entera.

Llegó a su casa. Se acostó, rendido. Los gallos cantaban con sonora insistencia. No cesaban sus llamados a los durmientes, sus afinados coros se convertían en sinfonías pre matinales. El sol había vuelto a conciencia, entró por la ventana, con intensidad hiriente, molestando sus ojos, obligándolos a abrirse. Los gallos y el sol, el estío y la naturaleza con su vehemencia le dijeron levántate y estaba incorporándose, dejando, para no perder la costumbre, la cama sin hacer, cuando llamaron a la puerta.

No recordaba mucho de lo ocurrido horas antes. Olvidó sus posibles culpas y su nueva -misteriosa- amistad. Un oficial con revólver al cinto, de esos tipos que usan uniforme y armas para intimidar y nunca lo logran, se presentó y solicitó él lo dijo así su identificación.
Pudo rememorarlo. Ella. María, ese nombre flotando en su sueño. El ofrecimiento a almorzar. Febrero era el mes de la canícula por excelencia. El cine club de la ciudad de la torre. Que cuál es su nombre. Era periodista. Que en qué periódico. Las cimbreantes tanguistas disfrutaban, apenas el sol nacía, de su estada en el balneario. No tenía trabajo estable ni pensaba conseguirlo. Algunos caballeros, la mayoría tímidos, miraban las bellezas desde el malecón. Que qué hacía aquí. A usted no le importa. Unos golpes verbales hábilmente intercambiados. Le tocaba interrogar. Lo haría con gusto. Con suspenso. Con temor. Que qué querían de él. El guardia no mencionó para nada a María y menos a una chica que yacía en el mar, flotando sobre las aguas con la boca abierta mirando al cielo, esperando ser recogida por ángeles anónimos, quizá hasta pecadores.

Era una simple revisión, un tipo de censo, le dijeron. De la sociedad podía esperarse cualquier acción y más aún de sus fuerzas represivas. Los autos jugaban a perseguirse en las curvas del cerro, mole pétrea indestructible que protege, aunque no está cerca, el poblado. Los niños seguían pensando cómo mejorar sus habilidades arquitectónicas a la par que contemplaban el derrumbe, para ellos una catástrofe, de sus castillos arenosos medievales. Fácil era hacer tortas, no construcciones fortificadas.

Retornaba a su lecho pero llamaron nuevamente a su puerta. María rubia y entera. Y no era (¿o sí?) un fantasma. Con la blusa transparente y mojada. Riendo, por variar quizá. Preguntándole si estaba asustado o si se había entristecido. Pidiéndole un refresco. Sonriendo con sus dientes blanquísimos. Decidida a contarle toda su vida. Diciéndole que no tenía nada que hacer. Ofreciendo preparar el almuerzo, la cena: me quedo a dormir si quieres, me portaré bien. Una niña contando cuentos de hadas. El no comprendía esta situación, su actitud aparente, su modo de ser, su comportamiento, sus complicadas intenciones amorosas impersonales. Cuál era su mundo interior. Trató de ser psicoanalista. Ella, hablaba del mar.
Le dijo chau al dejarlo en una esquina de Pardo. Mañana te veo. Pasaron los días, las horas, interminables, los minutos angustiosos, los segundos como valiosas gotas de un antídoto vital. Pasaron las semanas, los meses. Un año. Le salían canas, ficticias, y su espera se prolongaba infinita, misteriosamente. ¿De veras se ahogaría en el mar aquella noche?. Qué sería de ella. El auto con la placa de rodaje (LOVE8$) circulando por la tierra. Ella y sus ojos llamativos, guiñándole, permanente en sus sesiones oníricas, en sus despertares sudorosos.
Compró un diario. Leyó la página cultural. Confirmó sus sospechas. Esa tarde, la señorita María... sustentaría su tesis para optar el grado de doctora en psicología en la universidad urbana. No continuó las líneas.
Imaginaba el resto. Una estudiante, futura psicoanalista, conoce a un hombre e intenta examinarlo con extrema suspicacia. Ella corre al mar, se esconde. El paciente, ignorante de que es tal, no la sigue y la deja ir. Ella aparecerá en su casa y averiguará, por testimonio personal e inconsciente, todo cuanto necesita saber de él, un falso amigo, un falso amante. Anotó la dirección del auditorio. Se interrogó sobre su próximo paso. Las personas presentes en la ceremonia escucharían atentas, quizá hasta estupefactas, aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para el principal implicado, o sea, él mismo. El jurado pensaría en el paciente. En el armario del dormitorio encontró el revólver, igual que en las películas. Lo limpió, lo introdujo en una bolsa plástica, luego en el bolsillo interior de la chaqueta. Salió rumbo a la universidad. En el camino, mientras el auto patinaba en la autopista, se descerrajó, con violencia, un tiro en la sien, segundos después de pensar en lo imposible. En ella. En María.
(Lima, 1985)
-Leído en una conferencia sobre Ficción e Historia en Boston College (Boston, abril de 2009)