lunes, 23 de noviembre de 2009

La huida

Pensaba en una fuga, una de esas que, de vez en cuando, veía en la pantalla del cine que cerró ayer. Sí, el ecran era tremendo, los actores, los paisajes y las voces tan naturales, como si fueran materia viviente, como ser uno parte del enredo fílmico, como estar saliendo y entrando todo el tiempo de allí. Pero el cine había quebrado, y Maribel le dijo no, lo insultó, lo odió por un largo instante y él evitó la bofetada con un hábil paso atrás, demasiado oportuno. Esquivó la agresión femenina, simbolizada en una larga y delgada mano sin anillos, pero no impidió la huida; no pudo hacerlo. Y las inquietas caderas, las veloces piernas, el agradable cuerpo se fueron alejando, corriendo, y doblaron la esquina de una calle intransitable. Y no habían vuelto a aparecer.
Pero eso era el pasado. Hoy, Maribel le dijo hola en la panadería. Comenzaremos largos trayectos, se imaginó él. No hubo guiños, sí enternecedoras caricias de manos y muchas sonrisas, repeticiones de multiplicadas películas multifamiliares. Sí, brillantes dientes blancos eran la expresión más ardiente de su alegría. Bueno, una de sus expresiones. Cuando recibió los doce panes en la bolsa de tela blanca le dijo que lo esperaba afuera. Contaban que el cine cerró por razones económicas. Siempre hablan de razones económicas, nunca entendemos qué es eso ‑pensó él, que tanto había aprendido a aborrecer las matemáticas‑ pero tenemos que soportarlo. Al cinema iba gente todos los días; iban los infantes a coleccionar visual y luego mentalmente sus fantasías; iban las nacientes parejas de enamorados, más barato que ir al bar o a la disco, mira; iban los grupos incansables de amigos, las chicas de coloridas faldas largas, los nostálgicos abuelos‑ancianos -los aún no decrépitos, a la espera de una ilusión siempre incolora. A pesar de ello, al fin y al cabo, el cine había cerrado y quizá habría que esperar como en esa película que la dieron justo allí ‑en cinemascope, con olor y sanguches cortesía de la casa o de la sala o de la empresa, en todo caso‑ cuando rescataban un barco hundido. Muchos pensaron ojalá y uno recordó una palabra: vídeo.
Estaba radiante, imitando el inmenso sol estival de cada mañana; sus cabellos, con el leve viento, se movían sin parar, y él salió, abandonando la hilera de la clientela y Maribel: en verdad, nada ocurre. ¿Lo creerían los dos? Nuevamente, por la noche, un títere abriría los labios y por sus ocultas palabras ‑porque trataría de ser un oráculo‑ nos enteraríamos de nuevos desvíos en la eterna conducción del país o sabríamos aferrar nuestras manos dentro de los bolsillos si es que aún conservábamos esa llamada identidad.
Caminaron, tomados de la mano, por el Parque Municipal. Era sábado y la noche se llenaría de fiestas en bares, discotecas y hasta en los burdeles que comenzaban a proliferar y que, cuando llegaba la policía, decían tener licencia. Aunque nunca la tenían, la verdad. Porque una mujer para cada guardia era suficiente. Suficiente para callarle la boca y alimentar su cuerpo. Porque, hijos míos, todos pecamos alguna vez en la vida, decía el Reverendo en sus homilías dominicales por la mañana, cuando medio pueblo iba a confesar y a escucharlo en esa enorme y hermosa pieza arquitectónica que era la catedral. Una mastodóntica obra de los pobres que creen, según mi tio. O de los que fingen creer, tío.
Hablaron de amor ‑de qué otra cosa (¡diablos!) podemos hablar cuando estamos entre los dieciséis y los veintidós, me dijo un ahora olvidado amigo recitando versos inexistentes que él atribuía a Rimbaud‑ y de matrimonio. Maribel reía, nunca cesaba de reír. Y sus bofetadas eran estupendas. Y llegaría a ser una notable ama de casa. Y los dos serían universitarios, noche de graduación, toga, birrete, diplomas de honor, padres, hermanos, abuelos, todos aplaudiendo, hasta en el cementerio habría jolgorio. También música, rock y alcohol, por supuesto. Y la promesa de respetarse y un sacerdote, que no sería el Reverendo, les preguntaría y ellos -que después saborearían la comunión- responden sí, simulando que no hay otra alternativa. Tendría que ser un largo vestido blanco con un enigmático velo. Y la luna de miel y los sentimientos encontrados, y la abuela cargando al nieto, y lo mismo con los hijos y así hasta que todo se acabe. Al final le llamamos Apocalipsis, y el obispo fue aclamado. Para entonces, ya decían que las películas tenían muchos “flashbacks” y nadie en el pueblo podía verlos porque ya no había dónde.
Ah, la fuga, se lo diría hora. Desde la plaza se escuchaba aproximarse a los autos, llegando, veloces, de los pueblos vecinos, abandonado la carretera y ferozmente ansiosos de pasar el fin de semana en el distrito, desfilar por las calles y provocar escándalos, tocar ensordecedoramente sus bocinas, encender por las noches sus hirientes faros, acompañar a sus conductores y ocupantes en el reestreno de sus libretos.
El lo organizaría todo. No, esto solo resulta en las películas, pensó Maribel, y se lo dijo. Pero su mente de aventurero - pirata ‑ corsario no reparaba en obstáculos y creía que no iba a tenerlos. La lancha estará en el puerto a medianoche. Iremos a la isla, ya verás  ¿Y después de la isla?, Maribel pensaba en los consejos de su madre, en lo realmente posible. Se acercaban las horas para el discurso del títere, un mensaje de emergencia. Maribel cruzó la entrada de su casa. Su padre, joven y calvo, se puso los anteojos, le recibió la bolsa de pan y la abrazó con cariño de abuelo. Y Maribel solo quería descansar un poquito, soñar con Alicia en el País de las Maravillas o recordar esos libros que le dijeron ‑cuando era pequeña y ya sabía leer‑ eran prohibidos. Cuentos de terror de Poe, novelas de Chandler, de Dumas, eso sí estaba a su alcance. Con el tiempo leyó y se deleitó con todo, y sabía que lo de prohibido era una tonta -tontísima, mamá‑ etiqueta. Este mundo está lleno de etiquetas, pensó, mientras sus ojos se cerraban y comenzaba a soñar con las arrugas que surcarían su frente en la época que su madre solía llamar decadencia.
Según la costumbre, los autos creían ser personas y sus bocinas eran la voz de sus propietarios. Alucinógenos, drogas, hierbas, los parques y las plazas se llenaban de peligrosas y temerarias pandillas que, nunca como ahora más equivocadas, insultaban e impedían pasear libremente a los ciudadanos. Sonó el teléfono y él, con la voz enronquecida por los tranquilizantes (eso no decía en la receta, recordó), le preguntaba, inquieto, si se había animado. Eso era lo de menos. Dubitativa, Maribel intentó colgar el fono ‑su madre la miraba‑ y rogó que sus murmullos se tradujesen al otro lado de la línea: a las ocho, dijo. Es una fiesta, mamá. En su cuarto comenzó la transformación. Sí, sería Alicia pero faltaba encontrar el País de las Maravillas.
En el puerto, él preparaba la huida cinematográfica y, mientras, en reducidas pantallas de contadas pulgadas un curioso presidente que, para no causar sospechas, insistía en llamarse Jefe de la Nación o Primer Mandatario -que es lo mismo o no es nada- invitaba a la guerra con un país vecino en pos de recuperar terrenos que jamás fueron nuestros, para ser francos. El motor de la lancha arrancó; en la agonía de un sábado, una gastada canasta fue lo primero que se divisó en esa parte del oscuro muelle donde ya él y su sudorosa, nerviosa frente creían perdidos su tiempo y su amor.
Jamás había conducido una lancha pero sí desde su butaca había visto reposar a las amadas apoyando la cabeza ‑la dulce, grácil, espléndida cabellera‑ en el hombro del grumete o del capitán. Sí, no tenía una brújula, de verdad no sabía nada. Uy, mis cosas. Unas cuantas prendas, un diario, algunas latas de comida, de esas que en sus pocos años de vida aún no sabía abrir. Y de recuerdo, una sentida carta a los padres con sabor a perdón. La sentiría dormir, pasarían todo el tiempo juntos, haciendo el amor, desnudos, tibios. Jane Russell, la voluptuosa - perturbadora morena- y Robert Mitchum en Macao, esa la vieron la noche del estreno, cuando dejaron de lado los caramelos, cuando él decía a sus compañeros, al día siguiente: pregunten, pregunten. No habría tempestad ni emoción en altamar. No podían quedar a la deriva. Decir que el beso fue ardiente sería un lugar demasiado común. Pero ellos confiesan ‑se confesaron mutuamente‑ que fue así, que sintieron calor y pasión y se les dio por quitarse la ropa ferozmente y hacer su propia película, sin cámaras pero con actores y escenas reales. Escenas crudas y reales: el choque de la lancha y el desembarco apurado en una isla que no era la pensada, una tierra inimaginable.
Nada de provisiones al tercer día, la obsesiva mirada de los cuerpos, la esperanza de un auxilio, de encontrar frutos, así fuesen prohibidos, recuerdas Maribel: son solo etiquetas. Yo sí leí la Biblia, dice Maribel. El Edén y el Apocalipsis juntos y el Reverendo rascándose la panza, los autos foráneos regresando a su hábitat. El cine lo reabrirían el próximo año, el Primer Mandatario (qué risible puede sonar para un anarquista), reincidente como él solo, solito, promete resolver mañana el litigio de límites, su último invento. Pero no, no seamos trágicos ‑no hay por qué serlo‑, aún deben estar, Maribel y su pareja, deambulando por allí, unidos o desunidos carnalmente, a ver si algo encuentran, aprendiendo a recobrar esperanzas o a sollozar en las turbulentas noches. Eso sí, bien agarraditos de la mano y adorando a una sonriente luna, aquella que gusta aparecer muy de vez en cuando. Entonces, la gente se levanta de sus butacas, apresurada, como roedores perseguidos, y se despreocupa del “cast”, de los créditos de cola. Lástima por ellos, y también por mí, obligado a retornar mañana o quizá esta misma noche a esta butaca mal tapizada porque quiero volver a ver esta película que me ha gustado sobremanera y escribir algo interesante, sobre todo ahora que me vienen mis crisis de inspiración. A la salida, estoy seguro, no hallaré a nadie conocido, ningún amigo, ni colega ni a una chica que, lejanamente siquiera, se parezca a Maribel. Felizmente, me digo, y sé que miento.
13‑08‑87
14‑10‑95

martes, 10 de noviembre de 2009

Karine



Comencé a mirarla de a pocos. Tenía dificultades para hacerlo. Estaba bajo la sombra de un árbol en el Parque Mayor, a pocos metros de una banca, con las manos en los bolsillos, un cigarro pendiente en la boca y el constante martilleo cerebral que intranquiliza. Mis manos temblaban. No había nada que causara terror y no hacía frío. Debía estar loco, nervioso.

La muchacha cruzó la pista, desde Diagonal hacia el Parque con sus zapatos minúsculos que daban a entender unos pies pequeños, piececillos, blancos quizá como el resto del cuerpo, como esos brazos desnudos que dejaba al aire libre. El invierno llegaba a su fin. La primavera preludiaba el verano, las playas, las pieles parecidas a las tostadas de una tostadora eléctrica, los helados, el mar enojándose y en acción, los cimbreantes cuerpos femeninos cubiertos con diminutos trapos.

Me animé a encender el cigarro. Mis pensamientos se desdoblaban. A un lado, la chica con pantalones y los brazos descubiertos. Al otro, el mar azul solitario como debería estar en ese momento.

Salía de una academia. Se preparaba para la universidad. Era una academia solo para mujeres, como el centro superior al que postularía. Quería averiguar su nombre. La esperaba a la intemperie cada tarde desde un mes que no recuerdo. Siempre bajo el mismo árbol, casi siempre con mi chaqueta beige, casi, casi siempre fumando o masticando caramelos de limón para quitarme la ansiedad.

Seguía viniendo hacia donde yo estaba como todos los días. De su hombro colgaba un bolso. Dentro de él estarían los cuadernos, los apuntes. En sus dedos, algunas sortijas. Sus cejas eran pequeñas, como sus pies, y delgadas. Quizá depiladas. La hacían bella, a ella, a su rostro. Sus ojos brillantes, tan notorios a lo lejos.

Tenía problemas en la universidad. Algunos cursos desaprobados, algunos profesores exigentes. Discusiones políticas. Mi departamento no quedaba lejos del árbol, del parque. Unos 300 metros, un poco más de una cuadra. Allí estaban mis libros y revistas, mi guitarra, mi navaja y las fuentes personales de inspiración.

Pasó sin mirarme. Esta vez me había ilusionado. Creía que por ser mi cumpleaños ella advertiría mi presencia, me miraría fijamente, me diría hola, aceptaría mis invitaciones. Cenaríamos juntos, nos acostaríamos. Al día siguiente estaría sonriente, feliz, alegre. Mi cerebro seguiría desdoblándose, como buscando solución a tal tragedia.

Mi hogar estaba en todo sitio. En el restaurante de la esquina, en el bar de Ocoña, en la pizzería de Larco, en la playa, entre las arenas frías o al sur con las dunas y médanos y los espejismos llamativos del desierto inmenso. Mis padres vivían en otro mundo. Cuando me escribían hablaban de dinero y de consumo. Me hacían vivir económicamente bien. Querían un profesional que dictase charlas, supiese hablar y saliera a cada rato en los periódicos, en la televisión, en las revistas caras y coloridas que ellos solían comprar en cualquier parte del planeta.

Se fue alejando por una de las vías del Parque. Atinó a voltear cuando pasaba al lado de la pileta. Su cabello castaño, reunido y templado en un moño, todavía se notaba en el anochecer cuando el sol caía y la oscuridad implanta su dominio de medio día. La luces encendidas, los vendedores de joyas ofrecían su mercancía a precios cómodos.

Volteó y se fijó en mí. No sé si miró mi rostro o mi cuerpo, a cuál primero, a cuál después. Parecía recordar algo. Yo ya pensaba en un hola, en un quién eres. Otra vez dio media vuelta y siguió andando. Mi corazón, un órgano maldito, no pudo recuperar en mucho tiempo su lugar. Todo el rato estuvo tratando de salir, golpeando, llamando con insistencia.

Era viernes. De noche. Las siete. Porta estaba a un paso. Ella caminaba por allí. Me miró. Quería que me siguiese mirando. Por algo se empezaba. Corría. No veía ni gente ni carros. Tropezaba. Luego un galope, un salto, casi un choque. El pinbol, repleto, sintiendo el humo de cigarrillo, olores y bulla insoportables. Casi no lo sentí. Corría más. Volteé por una transversal. Aún no la veía.

Me alejaba del Parque y de mi departamento. La grabadora del teléfono estaría recargadísima, impaciente. Una figura se detuvo frente a mí. Ahora más tiempo. Ahora despacio. A unos cuantos pasos. Caminaba más rápido y de seguro la alcanzaba. Pero no lo hice. Preferí mantenerme detrás, sigilosamente, calculando sus formas, sus hombros poco exhuberantes, su espalda cubierta, como todo su tronco, por una blusa celeste. El pantalón era un jean, un jean verde, verde claro. Me imaginaba sus piernas. Serían coquetas. Qué iba a saber. Sus talones eran el motor. La ayudaban a desplazarse con facilidad, sin apuro. Llegó hasta Larco.
Un auto nos separó. Ella cruzó al frente, un auto pasó, después yo. Le gustaría la música, el rock, ¿Los Beatles? Le hablaría de sintetizadores. De Kafka. De filosofía. No pensaba mencionar a Kierkegaard, me mataría. Sus ojos, su rostro, ah sus pechos. Se aturdía mi pensamiento. Casi se va otra vez.

En la feria nocturna compró dos aros y una esclava. Siguió dando vueltas. Más tarde abordó un colectivo, yo la seguí en un taxi. Se detuvo en su casa. La radio anunciaba buen clima para el próximo día. Nadie debía estar en su hogar. Tocaba el timbre y no contestaban. Sacó una llave del bolso. Entró. Luego yo. La noche era alegre. Hacía calor. El frío, el invierno, pertenecían al pasado. La cama era tibia. Las sábanas claras y los edredones floreados nos daban un ambiente ideal. Su cuerpo era tal cual lo imaginé y aún mejor. Los tragos terminaron por marearme. El rock era pesado y ella apacible. Durmió sin camisón, como queriendo revelarme todos sus secretos. Mis zapatillas y el resto de mis prendas caían al piso, de la cama. El gas seguiría esfumándose en mi departamento. Quién llamaría. Los padres bailarían en una fiesta, de repente. Le hablé de un próximo libro. Me callaba con sonrisas, con carcajadas comprensibles. Su nombre era un misterio, ella ya no tanto. Las almohadas, algo duras. Los experimentos freudianos en pleno. Líbido, Eros, Tánatos, juntos, mezclados. Un poema. Un naufragio. El tren estrellándose. El avión sin pasajeros. Ella, la innombrable mujer de los brazos desnudos y blancos, se destapaba dejándome conocerla. Ambos habíamos aprendido.

Las estrellas se veían, claras y lejanas, desde el balcón. No eran pocas. Estaban separadas. Pero igual alumbraban. Una luna blanquísima, completa, entera, también se hacía presente. Nadie quería faltar a la fiesta.

La madrugada fue calurosa. Amanecí en el sillón del departamento con las piernas desparramadas, semidesnudo, feliz porque el sueño no era verdad. Fue una pesadilla. Dinosaurios, el fin del mundo, marcianos, algo así. Los vecinos continuaban en una de sus comunes peleas. Se escuchaban gritos y floreros rompiéndose.

Miré, descorriendo la cortina un poco, por la ventana. El edificio era alto. Abajo la gente, afanosa, se desesperaba de un lado a otro.

Volvieron a ser las seis. Un día más desde hace meses. Otra vez bajo el árbol. Ahora con pantalón nuevo. Con los mismos zapatos tercos, con los cordones largos, la chaqueta beige. Salió de la academia, sonriente, subió a un auto. Ella lo conducía. Llegó a su casa. Hasta allí llegué. Le hablé, le dije cómo me llamaba. Sus ¿y qué? eran demoledores. No podía ser más bella. El calor del momento acercaba el verano, a los helados, al mar y sus olas fortísimas estrellándose en las piedritas negras.

No me conocía. Pudo haber amado a muchos. Trayendo cada noche a uno diferente. Sí, sus padres nunca estaban en casa. Claro, no los tenía. La casa era alquilada. La radio, las almohadas, los edredones, un ambiente ideal. Ella, esbelta y liberada, recostándose sobre uno, riéndose de lo que escuchaba, olvidándose a las pocas horas.

Creía que era el primero y fui el último. Se mudaba ese día. Cuántos habrían sido. No llegaban a la centena. Pero ya eran bastantes. Cuánto tiempo ¿desperdiciado? ¿perdido?, qué había hecho mal. Por qué era un prejuiciado, por qué no insistir, por qué no seguir amándola.

Entré a su casa y escuché sonidos agradables, acompasados. Era el rock de una radio. Un gato me lamía los zapatos. Ahora me olvidaba, ahora en su casa debería hablar por teléfono, concertando alguna cita. Por eso no me dijo su nombre, claro. De veras era una profesional o solo una viciosa.

Ella quedaba en mi memoria. Como tantas. Como tantas a las que seguía, sigo, cada día. Le digo cuál es tu nombre, busco un pretexto. Yo sí pasaba el centenar. Esos “latin lovers” del cine me dieron la idea. Andaban siempre buscando damas complacientes. Yo las quería difíciles, para poder complacerlas más. Eran rubias por lo general, a veces morenas. Con vestidos de fiesta, a veces en ropa sport. En la playa nunca fallaba. Mi aspecto era terrible esa noche. En esa casa. Primera vez con esa joven, con alguien menor de veinte años, con los brazos blancos. Tenía tanto miedo y ella lo había hecho tanto como yo. Dos expertos juntos creyendo estar frente a un primerizo. Y eran tan expertos.

Descubrí su nombre. Estaba el otro día en el archivo de la municipalidad. Había partidas de nacimiento y allí hallé la suya. Su foto. La misma cara, el cabello, el rostro hermoso, casi inhumano. Un expediente pequeño, delgado misterioso, sugerente.
Karine... algo más, que no importa.

La arena quemaba. El sol era intenso. Tan lejos de la ciudad. En pleno desierto. Con el jeep sin gasolina. Esperando encontrar ayuda. Caminando tres kilómetros sin decir palabra. Una galonera de agua, la única compañía. ¿Y el mar? A dónde se había ido.

Recordaba la televisión. Las escenas de amor. Los ósculos interminables. Arreciaba el calor. Percibía el olor del mar. Aún estaba lejos. Encontraría auxilio en la playa. Era mi esperanza.
Una mujer descansaba en la solitaria playa. Echada, bronceándose, en la arena. Muy blanca para quemarse. Yo reconocía esas curvas, esas piernas, antes las vi de cerca. Claro. Eureka. Una idea en la mente. La espalda era la misma, los brazos no tan blancos, esta vez sonrosados.
Grité Karine. Un rostro que me mira. Recuerdo Larco, el Parque Mayor, Diagonal, el balcón desde donde se ven las estrellas desiguales, la cama. El cerebro no se desdobla más. Está calmado, tranquilo. Dos cuerpos remojándose, dos amantes en comunión, en la experiencia inmortal, reuniendo sus vivencias, sintiendo placer.

Llega el sol a su fin, por hoy. La arena está caliente aún, el mar gruñe, molesto, muy fuerte, las olas indetenibles. Estamos juntos y nos hablamos. Sí sabemos nuestros nombres. Así es mejor. Debía ser una isla. Con su fauna. Su flora. Sus estaciones. Tan desnuda y provocativa como en la primera ocasión, como la luna con su sabiduría. Puedo tocarla y sentirla. Cosquillas. Más carcajadas. Universidad y locura. Academias. Esperas bajo un árbol. Amadas y amados por doquier. Dos seres. Hay fin para esto, quizá algún día... Karine te hablaré, me atreveré... sí…