viernes, 2 de octubre de 2009

Kristen

KRISTEN

Llegar a esa ciudad soñada, anhelada, casi le había costado la vida. Dos meses antes se había imaginado viajando en un tren, entre nubes y tormentas, a un lugar que le decían era el paraíso. Sí, se trataba de esas ensoñaciones que seguían al almuerzo, al a veces frondoso y opíparo almuerzo, sobre todo aquel de los martes y jueves.

Pero, y por fin, estaba aquí. De la mano de una chica -delgada, con los dedos cuidadosamente asistidos por una esteta-, atravesó el Palacio de Las Artes e inició el recorrido por la galería. Allí estaban las pinturas más famosas que su madre -oh, sí, su madre- le había enseñado a amar y admirar. Y en eso estaba. Y a su lado, enlazado a él, Kristen. Caminaban juntos, él desconcertado, ido, ella más terrenal y acostumbrada.

Kristen llevaba pendientes. El la miraba, le guiñaba y sonreía. Ella le recordaba a Dorothy Lamour pero también a Maureen O´hara, aunque no era pelirroja. Pero si de ánimo y alegría se trataba, en realidad ella era como Audrey, sobre todo la de Roman Holiday. Y Kristen, como aquella princesa hepburiana, también quería vivir. Libre, inconsecuente, y hasta el fin.

Entonces, siguieron recorriendo la galería. Ella le dijo que no lograba memorizar poemas. El, en aquel momento, solo recordaba algunos de Neruda, de Octavio Paz y quizá uno de Cavafis. Ella lo tomó del brazo con más fuerza. Se detuvieron en Chagall. Absortos, contemplaron ese sugerente paso a la modernidad. Ya iba a anochecer. Después del recorrido, como en las películas de Hollywood, irían a cenar.

Pero él, a pesar de tanta alegría y de tanto desarrollo industrial, se sentía raro. ¿Era, quizá, porque le llevaba quince años a Kristen? Le dijo que le esperase un momento, que iba a refrescarse la cara. Entonces, como en un intento de fuga, pasó uno, dos corredores y leyó: Caballeros. Se miró al espejo, se secó la frente con su pañuelo a cuadros. ¿Qué estaba pensando ahora? No, ya no estaba en su antigua ciudad, ahora vivía en la urbe añorada. Atrás habían quedado las citas sin confirmar y los plantones, incluso las seudohumillaciones.

La consagración de la primavera, pensó. Eric Clapton vino a su mente. Le contaré de “Layla”, se dijo. Y, entonces, ella le escuchaba atentamente, le sonreía con sus dientes blanquísimos, grandes y ordenados. El seguía observando sus pendientes. También se fijó en un aro tropical, en la muñeca de ella. Sí, pero no me atrae tanto Clapton, le dijo Kristen. Tampoco te gustaban las novelas realistas, Kristen, porque reproducen los problemas de la vida diaria. Entonces, supongo que odias a Marx, supuso haberle dicho.

Cenaron. No había un malecón cerca, como en la ciudad donde vivió por treinta años, pero sí altos edificios y calles ordenadas, concéntricas. Ella apoyó su cabeza en su hombro. El recordó a Sinatra. Y de paso a Monty Clift, a John Wayne y quizá hasta a Fred Mac Murray en las capitales escenas de Double Indemnity.

Siguieron caminando. El viento los golpeaba. Llegarían a su casa, ella le diría gracias, buenas noches, le prepararía un café, harían el amor, sería elástica como una muñeca de goma y pensativa como la filósofa del arte en que imaginaba convertirse un día.

Apagaron las luces. Ella se desnudó. El la miró en la oscuridad. Kristen le quitó la corbata, le sacó la camisa, le acarició la piel. Un murmullo, que en verdad era un bramido del mar, y de la naturaleza, llegó a su oído. Kristen era tan distinta. A todo y a todos. El imaginó, como en los almuerzos de martes y jueves, parajes insólitos, viajes divinos. Kristen seguía murmurándole. El sentía una suavidad extrema. Suavidad. Felicidad. Mientras la besaba, recorría elevadores sin detenerse en ningún piso. Pensó mucho, hasta agotarse y dormirse, sin advertir siquiera, de tanta felicidad y entusiasmo, que Kristen también se había quedado dormida sobre su pecho, con sus pendientes, y aquel cabello corto y rectilíneo.

Una horas después, el viento volvió a azotar la ciudad. En el departamento de Kristen se hizo la luz. Ducharse sería lo indicado pero ambos prefirieron continuar descansando. ¿A dónde los llevaría esta aventura? El no juzgaba, solo gozaba y se contentaba. Se felicitaba de ser otro, de haber cambiado, de que la ciudad añorada fuese mucho más que un sueño. Finalmente. Kristen le habló al oído, lo llenó de ósculos que, cada uno, parecían hechizos. El seguía pensando en escenas de cientos, miles de películas que había visto durante su vida.

Recordó sus operaciones de seudocronista cinematográfico y luego las más formales de crítico fílmico. Se sentía bien. Aspiraba el aroma de Kristen como un elíxir. Desnudos, como en aquella escena uterina de Último Tango en París, hablaron de bandas postpunks y de one wonders hits. Coincidían en casi todo. Acarició la espalda de Kristen. Era plana, larga, un paisaje por descubrir. Tensó su manos. Ella reía, como un personaje femenino de Huxley. Seguirían la aventura.

El evocó el viaje. Cómo llegó a esta añorada ciudad. La imaginó tal cual. Esta mañana seguirían descansando y por la tarde visitarían el Andy Warhol Museum. Mmm, pop art, se volvería loco. Lisérgico, quizá. Nunca te dejaré, Kristen, pensó. Kristen hizo monerías toda la mañana. Y luego salieron a la calle otra vez. Tomarían el bus, caminarían al paradero y reirían, se abrazarían y se besarían toda la ruta. Ah, la ciudad anhelada, ah Kristen, cuando los misterios dejan de serlo. ¿Es más dulce y alegre la realidad que el sueño? Solo él, un ser completamente onírico, dominado por la cinefilia o cinefagia, podría decirlo ahora. Kristen le guiñó un ojo en el autobús. Descendieron. Caminaron bajo la lluvia inmensa. Otra vez Hollywood. Tenían todo el día. Pensó en las películas de los años 70. Sería su love story personal. Y Kristen, aunque no lo decía con palabras, estaba también muy contenta.

Y así continuó otra jornada. No una más. Porque cada día era distinto. Siempre con Kristen, siempre idealizando, pero diferente. Ya no existían límites. Vieron algunas pinturas de Warhol, la portada del álbum de la Velvet Underground, aquella banana amarilla, plena de tosquedad. Kristen dijo basta, quería almorzar. La ciudad de la comida rápida y ligera. El imaginó ya no los almuerzos de martes y jueves, sino a Kristen bañándose en la playa, plena y entera en el mar, recostándose en la arena, provocativa, universal.

Era su sueño. La ciudad. Kristen. Recuerdos que perduran. Ya no era “un día, quizá, sí, me atreveré, te hablaré”. Ahora era más cierto que nunca, Kristen. Única, hermosa, femenina, de carne y hueso. Un sueño, un sueño que merecía un psicoanálisis ¿estival?

Pittsburgh, 28 de enero de 2007

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